Cerramos la Navidad para entrar en el tiempo ordinario del año litúrgico. Se acaban las fiestas, la algarabía y para muchos las aparentes alegrías. Volvemos a la normalidad, a los días ordinarios. Pareciera que el año litúrgico nos dijera: “Vuelvan al aburrimiento”, pero en este Jubileo de la Misericordia es todo lo contrario. Después de tantas distracciones que tiene el tiempo navideño, este tiempo ordinario se vuelve el más oportuno para comenzar a vivir extraordinariamente el desafío lanzado por Cristo para este año: “¡Seamos misericordiosos como el Padre!”. El mundo está anémico de misericordia: las guerras, matanzas, corrupción, desastres; estamos alimentándonos de indiferencia y nuestra vida ordinaria desnutrida de compasión, de amor y solidaridad.
“La misericordia es el acto último y supremo por el cual Dios viene a nuestro encuentro.” Es nuestra misión encontrarnos nuevamente con el mundo para darle una buena dosis de este acto supremo de amor, pero no solo dando retiros de qué es la misericordia. El desafío no es llenar el calendario de actividades en los templos, sino de salir a la calle a hacer del amor operante una realidad visible. No es solo hacer de tu vida una más piadosa, sino de dirigirte al prójimo con actitud nueva, con ganas de abrazar y acoger todo lo que forma su humanidad: sus riquezas y miserias. El Padre, porque nos ama con locura, desea que cambiemos la lógica de nuestra vida ordinaria. Es momento de que aceptes el desafío de hacer de los días venideros unos extraordinariamente marcados por la apertura a vivir radicalmente diferente, volcados a amar como el Padre, un amor comprometido con la libertad de todos y para todas.