Continuamos hoy la tercera parte de esta reflexión. En medio de la crisis humanitaria que vivimos en Puerto Rico, a causa del impacto directo del huracán María, es importante señalar a los refugiados como la nueva forma de pobreza, una que por cualquier descuido puede privar a la persona de su dignidad. La Iglesia boricua puede ayudar a los que han perdido sus hogares para que reciban asistencia espiritual en los refugios. Ser asistido, cuando lo has perdido todo, es un derecho legítimo y para las instituciones gubernamentales y religiosas es un deber ayudar en su promoción humana en medio de tanta desesperanza. También, ¿cuántos refugios tenemos en territorios parroquiales? En lugar de verlos como amenaza de salubridad o seguridad, se debe cultivar una actitud de acogida y empatía con los refugiados en una convivencia fraternal y solidaria. Es responsabilidad de los cristianos plantear la hospitalidad a los refugiados como un deber que nace del mismo bautismo. ¡Jesús mismo no tenía dónde reclinar la cabeza! El mismo Cristo instauró esa relación fraternal con los refugiados, cuando Dios asumió esa misma condición en la Tierra. Salones parroquiales, áreas de actividades de las parroquias, edificios en desuso, colegios cerrados, todos estos espacios vacíos o que se usan pocas veces, son para la carne de Cristo que son los refugiados. El Señor llama a vivir con generosidad y coraje la acogida de estos. ¿Sabes si hay refugiados cerca de tu hogar o parroquia? José, María y Jesús experimentaron la condición dramática de los refugiados, marcada por el miedo, la incertidumbre y las molestias. Desafortunadamente, aún en Puerto Rico cientos de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. ¿Cuántos en los refugios llevan semanas sin confesarse, comulgar o sin asistencia espiritual? ¡Vayan queridos sacerdotes! A oler a ovejas. Y como nos invita el Papa Francisco: “Seamos cercanos a ellos, compartiendo sus temores y su incertidumbre sobre el futuro y aliviando concretamente su sufrimiento”.

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