Me lo dijo una octogenaria de mente lúcida y gran fe: “Cuando se llega a esta edad, ni los medicamentos nos resultan adecuados”. Le contesté: “En ese momento los hijos deben ser abrazo, cariño, bondad para paliar los achaques y servir de antídoto contra el mal de la soledad, los agobios de las dolamas y la nostalgia que fluye por el corazón”.

La modernidad deja en el desamparo a los envejecientes y los lleva a la soledad y a la pena. El festín de los más jóvenes no tiene en cuenta a sus padres y abuelos para diseñar las estrategias del corazón versus el delirio del momento. Regresar a la casa de los viejos y pedirles la bendición, un consejo, o simplemente mirarlos, es ampliar las perspectivas, sanar el alma, calmar los nervios.
Participar con personas de otras generaciones y lactar el néctar de sus experiencias buenas y malas equivale a podar todo aquello que es yerba mala y que se pega por el camino de la existencia.
Ese mariposeo por las ramas del profesionalismo instituido sin detenerse ante la solvencia moral de mamá y papá refleja poca prudencia, falta de tacto y de sabiduría. Creer que todo nos llega a través de la educación formal es dar de codo a la belleza, a la integridad que como miel fluye de esa relación de padres e hijos.

Todo el esfuerzo por ser independientes, libres y sin ataduras emotivas, repercute en las soledades asfixiantes. Es verdad que hay que romper el cordón umbilical pero no es bueno echar al olvido el hogar primero, las desavenencias erigidas en el perdón y reconciliación. Los versos del Valle de Collores de Llorens Torres dibujan tal corazón partido, la soledad única que se vierte en el regazo familiar.

Tenía razón la gran pensadora: no hay consuelo para el dolor que no sean los hijos que retornan y traen un manojo de virtudes adquiridas en el altar hogareño. No se llega a los progenitores con discusiones políticas o religiosas, sino con gallardía y disposición. No es el momento de sacar la espada sino de prestar el entendimiento para crear un mundo mejor.
Muy cerca de nosotros está la verdadera medicina. Cada persona ha recibido bienes y bendiciones. Estas deben ser sanación para los envejecientes, no cargas, ni pesimismos que desdicen de aquellos que dañan el festín familiar.

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