Los pasteles y las morcillas son el binomio más apetecido en la temporada navideña. El aeropuerto Internacional da fe de ese intercambio de olores y sabores que se alargan hasta Chicago o New York. A través de ese menú, con sabor a campo, a fogón, o solidaridad, la alegría se hace vehemente y los recuerdos afloran sobre un paladar que advierte de la miel esparcida por la raza boricua.
Esa relación de afectos, recuerdos, penas y nostalgia constituye un puente del alma que resiste el adiós familiar. Los de allá y los de acá mantienen unas raíces vivas, un mismo sentir, unas mismas lágrimas. Las tradiciones puertorriqueñas, riqueza nuestra, viajan sobre la mente y el corazón. Se encuentran en el perfil de una forma de ser que subraya la bondad como ampliación de la personalidad.
Nuestros antepasados echaron su suerte sobre la tierra como tesoro para hacerla productiva. De seis a seis, con café puya y negro en condiciones adversas, se inmolaron bajo el sol, se pulieron con la azada y el machete y el humito del fogón. Del surco y de la crianza de los cerditos salían pasteles y las morcillas. Hacer fiesta con la abundancia de viandas y animales y domesticar la dura lucha era primordial, una especie de ritual que atemperaba la difícil tarea con el aguinaldo y el seis chorreao.
Todo alimento provenía del campo, de la esperanza siempre viva. El esfuerzo físico, el mañaneo, los días lluviosos eran el “traje típico” de la sastrería de la madre naturaleza. Entender los fenómenos de los días nublados y predecir el mañana de sol o lluvia era costumbre en el observatorio de los campesinos con ojos realistas. Todo era predecible dentro de una intuición innata, un quijotismo que se echa de menos en este tiempo Sanchista.
La Navidad y la Cuaresma eran tiempos de sabores y olores vivos, de viandas que se multiplicaban entre los vecinos como bendición del Altísimo. Así se formaban las relaciones humanas, una especie de cooperativa sin cuota, emergiendo del trasfondo de sacrificios, alegría y penas. Esas cercanías amistosas intercambiaban bondades y apegos espirituales. Hijos, nietos, ahijados, florecían al borde de la precariedad económica, engordaban en la cercanía compartida.
Quedan en el paladar colectivo lo hispánico y lo del patio, una combinación de gustos reservados a la mente y el corazón. Cuando saboreamos los pasteles al otro lado del charco, surge una lágrima oculta, una vehemencia de recuerdos. Tan allá, como acá, en agradecimiento se desborda el alma en recuerdos a los que doblaron el cuerpo para cosechar amor y servirlo en tajadas de hijos míos, no se olviden de la tierra.
El aeropuerto da fe de ese ir y venir de regalos del alma, que a veces cuesta más enviarlo que hacerlo. Pero es una manera de perpetuar la herencia criolla, de resaltar aquello que es medicina y salud para los puertorriqueños.
P. Efraín Zabala
Editor