Su contraseña era una amorosa: “voz de los que no tienen voz”. Entre los suyos, sin más oferta que el Cristo crucificado y resucitado, impartió la clase magna de: “el amor es más fuerte que la muerte”. En su corazón de pastor, en agenda de “por ellos muero” se lanzó contra la rigidez egoísta con corazón generoso y su predicación constante iba haciendo añicos la maldad constituida, el odio devorador de los pobres y de los sin estatus social.

No hay duda de que don Oscar Romero, arzobispo de San Salvador, dejó su entorno institucional para convertirse en celoso cuidador de sus ovejas. Sabía que expondría su vida, que sus días estaban contados, que las reuniones cimeras de los verdugos seguían el curso trazado. Y optó por resistir la ofensa, por clamar a viva voz, por defender a los suyos sin mirar atrás como un discípulo aventajado.

Todo cristiano, con vocación de discípulo, no puede rehuir la cruz que tarde o temprano taladra el corazón y la mente. Predicar el evangelio, con voz gemela a la de Cristo, conlleva un riesgo, una aventura arriesgada. Al caer en la cuenta de que la justicia en favor de los pobres es una convocatoria con alas, un verdadero instinto de solidaridad y amor cedió al bienestar de su persona para darse de lleno al evangelio.

Don Oscar Romero murió asesinado en 1980, mientras celebraba la santa misa. El pan y el vino, exquisiteces de la fe, colocados en la mesa del celebrante pulido en el dolor, se confundieron con el celebrante herido. Su cuerpo exánime cayó y las ofrendas rodaron por el piso, un verdadero naufragio del pastor, del santo sacrificio, de la esperanza de un pueblo.

Ese asesinato, con raíces profundas brota en el hosanna de la Iglesia Universal; es un mártir de la fe. Aquella predicación como bálsamo de amor, perdón y reconciliación germinó en santidad para el pueblo de San Salvador. Es un icono de los que llegan con sus vestiduras blancas al lado del Cordero Inmaculado.

Es la hora de la fiesta universal de los que en oración callada y sencilla no dejaban de clamar por San Oscar Arnulfo. Los humildes que saben separar el grano de la paja, renuevan su fervor y se convierten en altar para orarle y darse gracias. Así renacen los que se aliaron a Cristo y bebieron su cáliz y se convirtieron en luz que arde para la humanidad.

Don Oscar, tú viertes tu legado sobre nosotros que recurrimos a ti en gracias y oración.

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