Las artes, la cinematografía, las tradiciones populares y espirituales están llenas de paraísos: paraísos creados, paraísos perdidos, imaginados o esquivos. El término se refiere a huerto o jardín; el edén le añade el sabor a placer. El vergel bien regado y fructífero se presenta como un lugar bello y agradable, donde abundan la flora y la fauna. Los moradores, desnudos e inocentes, disfrutan el clima templado, felices de la vida, en armonía con la naturaleza y la comunidad.

Desde la perspectiva filosófica, el paraíso no es un punto geográfico, sino una condición, un deseo, una utopía o proyección de una carencia. Son muchos los que se escapan hacia islas paradisiacas en busca de un sitio ideal, y acaban perdidos en nuevos avernos fabricados por ellos mismos. Como les sucedió a los colonos europeos en la isla Floreana, del archipiélago Galápagos, en la década de 1930. En ellos se cumplió la maldición de Nietzsche: el abandono de la sociedad organizada —ese inmenso monstruo impersonal— impone un castigo. Y el vaticinio de la tortuga que pronostica la muerte.

Las altas temperaturas, las sequías, los trabajos recios, la ley de la supervivencia, la enfermedad, la escasez, el lastre del adulterio, los vicios, la locura, la codicia, los asesinatos impunes, la promiscuidad mudaron el infierno al presunto país de las delicias. Quienes pretendían encarnar una versión moderna de Adán y Eva, transportaron su concupiscencia y actuaron como personajes excéntricos que contaminaron el jardín virginal de Dios. La paz y el silencio sufrieron los embates de unas olas deletéreas formadas por la intriga, la envidia y el afán lucrativo. La presencia humana terminó por corromper la aparente pureza que los colonos ansiaban encontrar en las islas encantadas. Irónicamente, el primer inmigrante que se estableció en Floreana, fiel amante de la filosofía nietzscheana, pereció envenenado. La serpiente del mal sigue atenazando el corazón y los sueños del hombre.

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