En un lugar de Luisiana, cuyo nombre quisiera olvidar, se encuentra la prisión más grande de los Estados Unidos: Angola. Emplazada en lo que fue una plantación de esclavos, la inmensa granja penal recibe a los condenados a cadena perpetua o pena de muerte. Alrededor de un 85 % de los 6,000 reclusos termina sus días allí. Muchos van a parar al cementerio de la institución.

Abrazado por las aguas del río Misisipí, el presidio estatal sufrió una época de violencia aterradora: rebeliones, peleas, asesinatos, secuestro de carceleros, droga y corrupción. En reclusión forzosa, los confinados se sienten muy solos, aunque estén demasiado acompañados. En este rincón, perdido en el profundo sur, la gente deja de visitar a los prisioneros en o antes de los tres años de sus respectivas sentencias. ¿Cómo soportar la angustia de que permanecerás encerrado y abandonado durante la vida entera?

Comoquiera, todos deben colaborar en al trabajo común y regirse por el reglamento del centro penitenciario llamado The Farm. Además participan en diversas actividades religiosas, deportivas, culturales y educativas. Este campo de trabajo, bien organizado y bajo autonomía interna, se asemeja a un monasterio con sus bosques, veredas y lagos, cultivos y ganado. Sin embargo, la cárcel modelo es jaula dorada donde podría colgarse la advertencia dantesca: “Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza”.

Cada uno carga su condena hasta el final, pero sin salida de rehabilitación liberadora ni redención social, porque aquello no es una estación de paso. Si alguno se convierte y reforma, si cambia sus actitudes y paga su deuda, con miras a iniciar una vida nueva, sólo podrá hacerlo como sujeto cautivo dentro del recinto acorralado o en la fila de los que serán ejecutados en el matadero.

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