Te sientes inseguro, lleno de sospechas en este mundo donde reinan la arbitrariedad, la traición, el desconcierto. Ya no confías en nadie. Tienes miedo y te aíslas. Crees que cada vez que pasa alguien, recibirás un golpe, un insulto, físico o moral. Recorres la historia y concluyes que puedes perecer en cualquier momento, gracias al capricho de un loco o por la convergencia de fuerzas mayores. ¿Qué hacer? ¿Dónde refugiarte? ¿Dónde ponerte a salvo? Es la preocupación constante de las personas que temen por su vida y por la seguridad de los suyos. Sucedió trágicamente en Alemania y las naciones vecinas durante la tiranía nazi. Algunos, acosados por el terror, salieron antes de la catástrofe final; otros se refugiaron en cuevas, bosques y lugares secretos. Pero millones de ciudadanos perecieron en las trampas del régimen abominable. Decía mi compueblano Luis Muñoz Rivera: “Ante el peligro, los gusanos se arrastran y huyen; los hombres se yerguen y combaten”. Admiro la intrepidez o la sentencia del prócer, pero las cosas no son tan sencillas. ¿Quién responde por los niños, ancianos, enfermos, proscritos, impedidos, mujeres? Cuando estallan conflagraciones totales, cualquiera puede ser carne de cañón o víctima de las bombas. Y en fuego amigo, los soldados también abaten a sus mismos compañeros de batalla. La consigna parece ser: Sálvese el que pueda. La gente busca desesperadamente los escondrijos de la vida, respondiendo al instinto de conservar el pellejo y por los temores naturales frente a la locura de las armas.