Siempre hay fiesta en el País porque los niños incuban los festejos más solemnes y sanos. Esos primeros años, ese trozo de miel que viaja corazón adentro, endulzan el alma y dejan al descubierto la inocencia como juguete primordial. Sentirse cerca de Dios, en compañía de los ángeles, constituye una alegría inmensa, un cielo sin nubes.
Es a temprana edad que se bebe el néctar de la vida. La madre, el padre, los hermanos son un panal de cercanías, una cordial caricia que se proyecta para toda la vida. Inmerso en los cuidados y afectos, el niño adquiere la virtud, los afectos, los sentimientos nobles. El tiempo de la infancia constituye una disciplina con rasgos amorosos, un por qué en la filosofía de los te amo, forma asequible para no naufragar en la existencia.
El nene de papá y de mamá descansa sobre la mullida oferta de un amor incondicional, de una premura mayor por apaciguar al corazón que anhela libertad y verdad. Todo trozo de la existencia debe ser presentado usando la narrativa como atrecho al subconsciente. Se aprende de lo ya dicho, de las nuevas intuiciones, de la alegría y el dolor.
El mundo de los niños desestabiliza las arcas del egoísmo y crea el compañerismo como trayecto para vivir mejor. Los pequeños se rigen por una ley no escrita que acentúa la pertenencia al género humano y obvia cualquier otra consideración ya sea esta de raza, etnia, religión o procedencia. Compartir la primera es para ellos una identidad global, una lealtad al hágase con mayúscula que estremece la ruta de la dignidad.
Ofrecer a los niños la oportunidad de abrir tesoros de inocencia es fomentar un mundo con inquietudes sociales que sea parte de una religiosidad que salga al encuentro del hermano con espontaneidad inspiradora. Ese trayecto de fidelidad y respeto forma una alianza, un nuevo pasaporte para pasar por las aduanas vecinales y fomentar el nosotros de fuerza mayor.
Los niños aventajan a los adultos en la alegría del corazón. En Navidad, o en otras fechas memorables, visten sus mejores galas. Aprovechan los especiales de amor y lo echan al viento con ternura inagotable. Siempre habrá una fiesta en el corazón de los niños porque portan el agua de su ser convertida en vino nuevo, un líquido que es constitutivo de aquellos que cantan al amor.