En este proceso que hace unas semanas iniciamos, hacíamos referencia al camino, al tramo que hay que pasar para poder alcanzar cosas mejores. Y es por eso que la Iglesia, madre nuestra, ha estado recordándonos cómo hemos de ser hijos; cómo hemos de mirarnos para descubrir esos elementos que no corresponden a esa identidad de familia de Dios.

La Palabra de Dios hoy es contundente en orden a que podamos tomar conciencia de esa realidad que somos y de nuestra relación con el buen Padre Dios. La identidad de cada quien tiene que ser llevada a una revisión y hacer que ese momento sea uno de especial encuentro con el Padre; porque será este el protagonista del Evangelio de hoy.

La Primera Lectura puede ser el final o el inicio de algo. El pueblo de Israel finaliza su proceso en el desierto, llega a la tierra de la promesa: está frente a ella, la tierra que mana leche y miel. Ya está ante ellos el sueño de tantos años, por tanto acaban los signos que los acompañaron y que les recordaban siempre que Dios no les abandonó nunca: finaliza el maná. Con el final da inicio un nuevo proceso que requerirá que el pueblo se reafirme en el amor a Yahvé y comience un nuevo proceso en su historia.

En el Salmo de hoy escuchamos la voz del salmista que canta con alegría; es como una convocatoria a reconocer cuán grande es el Señor; cuán sublime es su misericordia. Invita a la asamblea a unir sus voces a la de él: “Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre”. Llama a los humildes, a los afligidos a buscarle porque “quedarán radiantes”; y les recuerda que “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias”.

La Segunda Lectura nos llevará de la mano de un orden nuevo que surge en nosotros: somos creaturas nuevas. Y esa novedad, nos recuerda el apóstol, se da por la acción del Padre en favor nuestro: “Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo”. Su llamado pues a la reconciliación es contundente y lo fundamenta en el amor de Dios pues “al que no había pecado lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación”.

El Evangelio de hoy resuena en las entrañas mismas de lo que este año celebramos: el Año de la Misericordia. Es desde esta figura del padre de la parábola de hoy, que podemos descifrar la fuerza del amor de Dios y como este responde a la miseria humana.

Aunque la parábola se le ha conocido como la del hijo pródigo, realmente el protagonista de la misma es el Padre. Es él quien va dirigiendo los acontecimientos que Jesús narra para responder a las murmuraciones que salían del corazón de los escribas y fariseos: estos rechazaban que Jesús acogiera a los pecadores. Y les lanza esta parábola en la que se refleja la realidad de cada hombre o mujer. Un hijo menor decide que se ha cansado de vivir bajo la tutela del Padre, quiere romper con todo e iniciar un nuevo camino donde él marque las pautas. Un Padre que respeta la voluntad del hijo. Este primer hijo optó por una vida desordenada y sin control que le lleva a perderlo todo hasta llegar a “tocar fondo” como suele decirse. Será el hambre lo que lo conducirá hasta lo más profundo de su conciencia: he pecado, no merezco ser llamado tu hijo, considérame un jornalero, serán los planteamientos del hijo menor. El Padre le espera, siempre ha pensado en él: y la fiesta es la respuesta al retorno. Un nuevo comienzo sin reproches y en la alegría. También nos presenta al hijo mayor: molesto por el perdón ofrecido; no entiende de misericordia.

Celebremos este gran acontecimiento: somos acogedores de la gran misericordia de Dios. Por eso la invitación es a reafirmarnos con nuestras vidas en el perdón de Dios que es infinito; en el que no habrá miseria humana que pueda apartarnos del amor entrañable del que nos llamó a la vida. Siempre será Padre; por ello volvamos a su casa: allí estaremos bien.

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