Este tiempo de misericordia con el que inicié este escrito es lo que nos ofrece esta liturgia del tercer domingo de cuaresma.

Estamos caminando, y ya llevamos la mitad del camino, por ello siempre es necesario preguntarnos: ¿Cómo lo estoy haciendo? ¿Qué tal marcho con lo que estoy realizando? ¿He sido eficaz? ¿Me he abandonado en las manos de Dios? ¿Me resulta difícil hacer los cambios necesarios a mi vida? Estas, entre otras preguntas hemos de hacernos todos para que haciendo una revisión de vida podamos mejorar y, sobre todo, que vayamos creciendo en confianza en la misericordia de Dios. Sí, es que a veces no confiamos y dependemos de nuestra sola fuerza llevándonos esto a fallar en nuestros intentos de ser mejores personas.

Hoy se nos recuerda que Dios siempre espera por nosotros; que es paciente, porque quiere que nos salvemos. Por ello aprovechemos esta liturgia para profundizar en cuáles son las miserias que nos invaden y podamos darles el giro que estas necesitan para alcanzar su misericordia.

La Primera Lectura nos lleva a contemplar la figura de Moisés y su llamado a ser partícipe de la salvación del pueblo de Israel. Dios se manifiesta; y como suele hacer pide la “colaboración” del que llama, en este caso Moisés. Dios le responde: Yo soy, este es mi nombre. Yo soy el Dios que actúa y que responde en la historia de este pueblo, el que llamó a Abrahán; guió a Isaac y Jacob.

Yo soy, no un ídolo como los egipcios, manipulables, sino el Dios de la historia que ofrece una posibilidad de salvación y de liberación. Es a ese Dios que Moisés se lanza a anunciar; es a Él a quien responderá con un “Mira, yo iré a los israelitas y les diré: ‘el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros’”.

En el Salmo Responsorial, se escucha hoy una voz que invita a invocar la bendición de Dios; vital para la vida del pueblo, porque la bendición de Dios será necesaria para asistir en cada momento al proceso de reconciliación. Reafirma categóricamente que el Señor de Israel es “compasivo y misericordioso”; y este hecho no debe olvidarse nunca. Se requerirá siempre que el pueblo reconozca esta verdad: “como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”.

San Pablo en esta Segunda Lectura recuerda a la comunidad de Corinto que no puede olvidar su historia como pueblo. En ella se evidencia la infidelidad y cómo en estos se evidenció la muerte como respuesta a sus miserias. Han de vivir siguiendo el proyecto de Dios, esto evitará que se dé en ellos la muerte: solo así vivirán. Finaliza el apóstol con una advertencia: “Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga”. Estar alerta será la respuesta.

El Evangelio nos refiere, en un primer momento, a acontecimientos del tiempo de Jesús y cómo son evaluados por sus seguidores. Si murieron es porque algo hicieron. ¿Cuántas veces escuchamos esto? ¿En cuántas ocasiones hacemos referencia a castigo y pecado, poniendo el efecto del primero por haber cometido lo segundo? Jesús quiere romper con esa mentalidad y lleva en su diálogo a una reafirmación de la misericordia de Dios.

Utilizando la higuera que no da frutos parecería lógico que después de 3 años esta los diera. Y sería normal pensar que al no darlos se arrancara. En cambio utiliza Jesús esta comparación para invitarnos a reconocer la gran misericordia que se tiene con el que no ofrece frutos: es paciente. Hoy podríamos, y sería necesario, reflexionar sobre los frutos que se esperan de nosotros y no damos; cómo nuestra vida carece de esfuerzos y compromisos; ¿qué espero para dar eso que Dios espera de mí? Él me ofrece su paciencia, su amor, en fin, su misericordia. ¿No voy a aceptar su oferta? Este tiempo está marcado precisamente por ser un tiempo para acoger la misericordia de Dios; un tiempo para abrir mi corazón y reconocer las miserias que tenemos y que merecen reprimenda pero en cambio recibimos un llamado misericordioso de Dios a acercarnos para recibir de Él perdón y amor. Que el llamado de convertirnos y creer siga resonando en nuestro corazón.

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