Cada año, en este segundo domingo de cuaresma, nos volvemos a topar con la Transfiguración del Señor. Un signo impresionante para la vida de aquellos que acompañaron a Jesús, sobre todo porque ellos eran hombres muy sencillos, nada acostumbrados a signos extraordinarios. Pero allí estaban con Jesús, y la manifestación causó tal impresión que el evangelista escribió ante la petición de hacer tres tiendas: “no sabía lo que decía” refiriéndose a Pedro. Pero ellos seguían a Jesús y solo contaban con una fe sólida en aquel que había llamado su atención, pero sobre todo en el que les había tocado el corazón, descubriendo en Él al esperado por el pueblo judío: ¡este es por fin el que fue anunciado por los profetas, el que viene a darnos la buena noticia de la salvación! Este acontecimiento marcó de una manera muy singular la vida de estos testigos, y desde esta experiencia comenzó el proceso duro de Jesús: su pasión y muerte.
Sin siquiera ellos percibirlo, estaban siendo testigos del acontecimiento que iba a cambiar la historia del mundo.
La Primera Lectura nos recoge una alianza que hace el Señor con Abram, todavía no le ha cambiado el nombre. Este pacto, que se expresa en un rito extraño para nuestros tiempos, pretende que siempre recordemos que Dios nunca olvida su palabra. El Señor, Dios de Israel, mantuvo aquella palabra empeñada; porque así es Dios. Nunca se olvida, siempre permanece. Y su alianza tendrá que estar siempre en la conciencia de su pueblo.
El Salmo de hoy nos recoge la expresión confiada del salmista que se siente iluminado frente a sus enemigos. Yahvé es quien lo defiende ante quien le ataca. Por tanto, no tiene que temer a nadie porque el Señor es la luz que disipa toda tiniebla. Reconoce su fuerza por eso dice: “quien me hará temblar”. Ante su fuerza todo se desvanece. “Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro”, y la confianza que nace de ese llamado encuentra respuestas de abandono en los brazos de Dios.
La Segunda Lectura, una muy corta, pero en ella se reafirma Pablo ante la comunidad de Filipos que somos “ciudadanos del cielo”. Y por tanto todo lo que somos será transformado por la fuerza de Aquel que hará posible esta transformación: Jesucristo. Por eso invita a mantenerse firme, a no claudicar, a siempre reconocer esta verdad que será poseedora de alegría y corona, este es el premio de la eternidad.
El Evangelio nos ubica en una montaña, referente claro para el pueblo de Israel porque la montaña siempre ha sido un lugar de encuentro con el Señor: Moisés y la alianza en la montaña; Elías y su victoria sobre los sacerdotes de Baal en el monte Carmelo, entre otros. Y es allí donde se manifiesta Dios; se reafirma la vinculación de Jesús con el Legislador por excelencia del pueblo de Israel, Moisés, y con el Padre del Profetismo, Elías. Se está manifestando una nueva alianza, ya no vinculada exclusivamente con el Antiguo Testamento, sino que en Jesús se llega a la plenitud de la manifestación de Dios a su pueblo.
Ahora Jesús es el nuevo camino; la nueva posibilidad de alcanzar la salvación. Por eso la gloria de Dios se manifestó en medio de aquellos discípulos que, por un lado respondieron con la afirmación: quedémonos aquí, pero por otro lado, mantuvieron en el silencio de su corazón aquel acontecimiento que solo pudieron entender después de la resurrección de Jesús.
En este camino cuaresmal que se nos ha propuesto, la Iglesia nos invita a “subir al monte”; que significa para nuestros tiempos entrar en un espacio de oración y encuentro con Dios que nos lleve a crecer y a reafirmarnos como auténticos hijos e hijas de Dios. La fuerza y la gloria de Dios, a la que debemos aspirar en cada momento, solo podrá darse entre nosotros si nos “vamos al Tabor” y desde allí nos dejamos iluminar por la gloria de Dios; si desde allí reafirmamos nuestra fidelidad en el único camino a seguir: Jesucristo.
Continuemos, pues, haciendo este camino cuaresmal.