En este camino pascual la liturgia nos invita a detenernos en una reflexión fundamental en la vida de los cristianos, de la que todos sabemos que es centro de nuestras vidas, y al presuponerla, no le brindamos la atención para ver cómo andamos en nuestra capacidad de amar como nos amó Jesús. Este término amor (que define el diccionario como: Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser y; Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear) nos lleva a manejar el término como una afectividad que va a requerir respuesta de ese otro al que dirigimos ese afecto.

Precisamente a eso nos lleva Jesús en el Evangelio de hoy: a amar, pero poniéndose Él como medida del amor: como yo los amé.
La Primera Lectura siguiendo lo propio de este tiempo pascual, nos lleva de la mano de los Hechos de los Apóstoles en el que observamos el proceso de formación de comunidades que están realizando Pablo y Bernabé. Nos van mostrando cómo iban constituyéndose las comunidades además de reunirse posteriormente para compartir la alegría de lo que se estaba realizando por la fuerza de Jesucristo. Y recordaban algo muy importante, que en nuestro tiempo no debemos olvidar: este proceso de crecer y vivir en una comunidad cristiana implicaba dificultades; por eso hay que estar preparados para ello.

El Salmo de hoy, el 144, es un grandioso himno a los atributos divinos manifestados en las obras portentosas en favor de los hombres. La mano pródiga de Dios está siempre abierta a las necesidades de los hombres, amparando particularmente a los humildes y desvalidos. Puede este pueblo contar siempre con esa presencia de un Dios que actúa en favor de todo el pueblo. Por eso aclamamos diciendo: “Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey”.

La Segunda Lectura nos invita a reflexionar en ese orden nuevo que trae Jesús por medio de su proceso, el que vivimos durante la Semana Santa. Todo será nuevo y bueno. Nos insiste que en este orden nuevo todo será perfecto por eso el mar (en el mundo oriental este era considerado como uno lleno de peligros y por ello muy temido) desaparecerá. Todo lo que implique imperfección, por ejemplo la muerte, ya no tendrá cabida en este nuevo orden. Ya no tendrá sentido en este “nuevo mundo”; y una voz potente confirmará esta verdad: «Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos…». Y si Dios está acampando entre su pueblo, todo tendrá que ser transformado siguiendo la pauta del que reina entre nosotros.

El Evangelio, que por un lado va a decirles a los discípulos que ya está llegando la hora de la separación, es aprovechado por Jesús para decirles cual será la pauta a seguir para asumir una vida diferente anunciada por Este como algo nuevo: el amor. El amor es un proyecto que siempre ha estado presente en la Sagrada Escritura, entonces, ¿cuál es la novedad que presenta Jesús con esta afirmación? Que este amor será recíproco: que va a darse un dinamismo de amor en el que Jesús ama; los discípulos son amados por Jesús y estos lo amarán. Que ese amor tiene que ser expresado a la comunidad y, desde ahí, a todos sin excluir a nadie.

“El Padre es amor; Jesús es amor; el discípulo es amor. El amor del discípulo arranca de la experiencia de sentirse amado por Jesús; el amor de Jesús arranca de la experiencia de sentirse amado por el Padre. Todo arranca en Dios, en el Padre. El Padre está en el origen del amor de Jesús hacia nosotros; Jesús está en el origen del amor recíproco de los discípulos”.

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