Ha leído bien, amigo: usted y yo y TODOS los bautizados en Cristo estamos llamados a ser santos. Pero no se alarme, pues si eso es verdad, también lo es el que a todos se nos dan en abundancia los medios necesarios para alcanzar la santidad. Y si algunos — ¿billones?— no llegan a alcanzarla es porque no han querido hacerlo. Ellos, y nadie más que ellos, son los responsable ante Dios, de quien provienen tanto la llamada como los medios para realizarla.
No es de hoy esta doctrina
Por favor, siga leyendo, y le pido que ni se le ocurra mirarme con rabia como si yo fuera el que le impone esta dura obligación. Viene de Dios mismo, no de mí.
Ya en el Antiguo Testamento, y en virtud de pertenecer al Pueblo de Dios, Yavé impuso a todos los judíos la obligación de ser santos. Lo leemos nada menos que en dos pasajes del Levítico: “Yo soy Yavé, el que os sacó de la tierra de Egipto, para ser vuestro Dios. Sed, pues, santos porque yo soy santo” (11, 45). Y en el Capítulo 19, 2, repite el mismo mandato por boca de Moisés.
Jesús nos pide algo más
El buen Jesús, “cuyo yugo es suave” (Mateo 11,30), no solo se limitó a recordarnos el mandato de su Padre Celestial a los judíos del Antiguo Testamento, sino que aún añadió algo más difícil: “Vosotros sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 48). En la santidad hay grados, pues bien sabemos que de la santidad de los niños de Fátima y Lourdes a la de la Virgen María hay un largo trecho. Pero en la Perfección no hay grados: Uno es perfecto o no lo es. Y la perfección es lo que Jesús nos pide, como corresponde a los hijos de Dios (ver 1 Juan 3, 2).
En qué consiste la santidad
Si los cristianos se espantan ante la llamada a la santidad y dan, atemorizados, un paso atrás con demasiada frecuencia, es porque no saben en qué consiste la santidad. La definición más sencilla es esta: la santidad consiste en hacer BIEN cuanto debemos hacer; y cuanto mejor lo hagamos, tantos más santos seremos. Y como el mandato es serio y viene de Dios, también nos da los medios para cumplir la obligación.
Es cierto, por otra parte, que el mandato nos viene cuesta arriba; pero no valen las excusas, pues para vencer todos los obstáculos que puedan presentarse, tenemos los medios para vencerlos, ya que es de fe que Dios no nos prueba más allá de lo que podemos soportar (1 Corintios 10, 30). Si nosotros tomamos el camino de la perfección con determinada determinación, como nos diría Santa Teresa de Ávila, nada ni nadie puede impedirnos llegar a la santidad.
Dificultades, y grandes, las hay; pero si nosotros echamos mano de los medios que Dios ha a puesto alcance, no hay obstáculo que no podamos vencer. Los principales medios son estos: oración bien hecha y frecuente, aunque sea breve; meditación diaria en los novísimos; comunión, diaria a poder ser, siempre bien preparada y acción de gracias prolongada, si puede ser; confesión frecuente; huida de las ocasiones voluntarias de pecar; mortificación de los sentidos, y un ardiente deseo de ver a Dios cara a cara (1 Corintios 13, 12), etc.
La obligación de tender –¡y llegar!— a la santidad nos la recuerdan también San Pedro en su 1ra Carta 1, 16; San Pablo en su 1ra a los Tesalonicenses, 1, 3; y Santiago, el pariente del Señor, en su Carta con estas palabras: “Pero la paciencia ha de ir acompañada de obras perfectas para que seáis PERFECTOS, sin que dejéis nada que desear” (1, 4 )