Las marcas en los objetos de plata nos revelan dos cosas. La primera es que ese objeto es lo que parece ser, es decir, está hecho de plata y no está mezclado con otros materiales menos nobles. La segunda cosa que nos revela es el lugar donde fue fabricado.
El Evangelio de hoy nos presenta a Tomás, el incrédulo. Él se había perdido la primera visita de Jesús después de su resurrección. Y cuando sus amigos le contaron la aparición de Jesús, Tomás no les creyó. Quería pruebas, quería ver las marcas de la verdad y la calidad. Él se negaba a creer hasta ver las marcas de Jesús. Una semana más tarde tuvo la oportunidad de su vida. Jesús se hizo presente y después de saludarles con su saludo habitual: “Shalom, la paz sea con ustedes”, Jesús se dirigió a Tomás y le dijo: “Pon tu dedo aquí. Mira mis manos. Pon tu mano en mi costado. No seas incrédulo sino creyente”. Tomás vio, creyó y exclamó: “Señor mío y Dios mío”.
Cuenta una hermosa leyenda que Tomás fue a predicar el Evangelio a la India. Y un rey le dio dinero para que le edificara un palacio. Pero Tomás distribuía el dinero entre los pobres y les anunciaba la muerte y resurrección de Jesús. Muchos se hicieron cristianos. “¿Cómo va mi palacio?”, preguntaba el rey. “Va muy bien” y el rey le daba más dinero. Al cabo de un tiempo, la ciudad toda era ya cristiana. Un día el rey le dijo a Tomás: “¿Cuándo podré ver mi palacio?”. “Está a su alrededor y es un hermoso palacio. Qué pena que no pueda verlo. Espero pueda verlo un día”, le decía Tomás. “¿Qué has hecho con mi dinero, ladrón?”. “Tu palacio está hecho de personas, tu palacio es tu gente. Ya no son pobres y ahora creen en Jesús. Tus gentes son las torres de tu palacio. Dios vive en ellos”. Tomás fue encarcelado. Pero el rey vio poco a poco el cambio de la gente y cómo por el poder de la resurrección de Jesús, este vivía en el corazón de las gentes. El último en convertirse fue el rey y este liberó a Tomás. Y su palacio no fue una obra de piedras sino de corazones vivos y creyentes.
En el Evangelio de hoy una cosa está clara, Jesús, en su aparición, les enseña a los discípulos las marcas de su amor. Marcas auténticas, marcas puras, no mezcladas con los metales baratos del egoísmo, el interés, el protagonismo, marcas de sangre de un gran amor. Hoy, las marcas de su amor no las vemos en el cuerpo físico de Jesús, pero sí tenemos que verlas en el cuerpo de Cristo que somos nosotros, su Iglesia. Las marcas del amor de Jesús tenemos que verlas en las vidas cristianas de los que le imitan, los que se dejan criticar por dar testimonio del resucitado, los que viven desapegados y se abrazan a la cruz. ¿Eres tú uno de ellos?
Abramos las puertas del corazón a Cristo Resucitado, al que lleva grabadas para siempre las cinco marcas del verdadero amor e imitémosle…