La sinceridad, virtud humana y cristiana, es definida por el Diccionario de la Real Academia de  la lengua española como “la virtud de la sencillez, veracidad y modo de expresarse sin fingimiento”. Es una virtud que debemos practicar con Dios, con nosotros mismos y con el prójimo. Y se distancia tanto de la ingenuidad imprudente como de la doblez.

A  nosotros, los hombres y mujeres, nos cuesta, a veces, ser sinceros porque nos enfrenta con la verdad, no siempre agradable. Jesús, nuestro modelo, hablaba siempre con tal sinceridad que hasta sus mismos enemigos le reconocían esta virtud (Mateo 22, 15).

Sinceros con Dios

La sinceridad con Dios debería ser la más fácil de cumplir, pues sabemos que Dios no solo nos conoce a fondo, sino que sabe de antemano lo que vamos a hacer e, incluso, nuestras intenciones más recónditas. Y, sin embargo, no es así. Por ejemplo. Al pedirle perdón después de una confesión, nuestra actitud debería ser estar dispuestos a morir mil veces antes de volver a cometer un pecado mortal. Pero el hecho de que volvamos a pecar una y otra vez es una evidencia de que nuestro dolor no era tan fuerte como indicaban nuestras palabras. Esto es muy serio, pues sin un arrepentimiento tan sincero, la absolución de nuestros pecados por el sacerdote no tiene efecto alguno.
Dios nos ha hecho para sí; por tanto, le injuriamos si queremos vivir a nuestras anchas, como si Él no existiera y no hayamos firmado una alianza con Él que nos obliga a amarle con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas (Mateo 12, 30). Al parecer, nos olvidamos de que, pronto o tarde, Dios nos ha de juzgar, premiándonos, si hemos sido buenos; o castigándonos, si hemos sido malos. Es plausible enfatizar la infinita misericordia de Dios; mas, por favor, no nos olvidemos de que Él es, también, infinitamente justo. Me temo que, al enfatizar tanto lo primero, nos olvidamos trágicamente de lo segundo.

Sinceros con nosotros mismos

No es ciertamente una virtud que nos honre el que, cual torpes avestruces, escondamos nuestra cabeza bajo alas inexistentes para no reconocer la verdad desnuda de lo que, en realidad, somos delante de Dios y del prójimo. Se ha dicho que todos llevamos una careta para que no nos vean cual somos. Por poco que meditemos, podemos saber lo que somos; pero nos cuesta el reconocerlo, y nos comportamos como si no lo supiéramos. En el fondo, es humildad lo que nos falta. Y, sin humildad, nos transformamos en ladrones de Dios, al atribuirnos a nosotros lo que le debemos a Él.

Sinceros con el prójimo

La pura verdad nos duele no pocas veces; por eso no infrecuentemente la  negamos o la disimulamos. De ahí viene que nuestra vida de relación con nuestros semejantes no sea fácil. El pensar que puedan engañarnos, nos hace sufrir. El único remedio es la sinceridad en el trato social y comercial. Nuestro deber es decir la verdad, pues el prójimo –¡nuestro hermano!—tiene derecho a saberla. El buen Jesús nos inculcó esta verdad al mandarnos: “Sea, pues, vuestro modo de hablar ‘sí, sí; o no, no’; lo que pasa de esto proviene del demonio” (Mateo 5, 37).

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here