Este es un Salmo de súplica, que está sectorizado en tres partes. En esta oración el suplicante grita angustiado y presenta un – sufrimiento horrible (se siente asfixiado por las oleadas de barro, aúlla, y siente que su garganta se incendia) -presenta también un sufrimiento injusto (es maltratado por su piedad, el ambiente pagano amenaza sumergirlo)- y finalmente expresa que ese sufrimiento es por la causa de Dios (“me devora el celo de tu casa, en mí han recaído las ofensas de los que te insultan”). En medio de este gran dolor es consciente de que tiene numerosos enemigos que  lo rodean.

Ahora bien, el creyente, lejos de resignarse, se dirige a Dios y ora: -implorando su liberación, su salvación… -pide venganza conforme a la ley del Talión: sus imprecaciones terribles se dirigen contra las fuerzas infernales; pide a Dios que las haga desaparecer (la “mesa” de la que se habla aquí es la de los festines sagrados idolátricos a los falsos dioses”); que los enemigos de Dios sean aniquilados. Esta súplica trágica al final cambia de tono y termina en una acción de gracias.

Con este salmo, que puede parecernos duro en sus expresiones, se nos invita a realizar una nueva forma de oración, que no puede estar fundamentada simplemente en el machaqueo fastidioso y estático de contrariedades y problemas.

La verdadera oración nos transforma. Nos hace avanzar hacia la reconciliación y el perdón. Es normal que comencemos exponiendo a Dios nuestras preocupaciones, como lo hace la conmovedora “lamentación” de comienzos del salmo. Pero es importante concluir como lo  hace el salmo: “Alabando con cantos el nombre de Dios… invitando a que el Cielo y la Tierra alaben a Dios… Porque quienes buscan a Dios tienen Vida y alegría… porque los que en Él confían, son liberados de sus aflicciones. Finalmente una buena oración debe liberarnos de toda ira y mala voluntad. No lo olvides.

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