Maximiliano García Cordero, en la Biblia comentada de la BAC nos dice: “El salmo 147 propone un canto de acción de gracias por la paz y la prosperidad de Jerusalén, y, sobre todo, por haberle dado el Señor la Ley por la que se distingue de todas las naciones, y que es prueba de la predilección divina por Israel”.

Los israelitas tienen una obligación especial de entonar alabanzas a Yahvé por haber fortalecido las murallas de la ciudad reforzando los cerrojos de sus puertas y difundiendo sus bendiciones sobre sus habitantes. Conforme a las antiguas promesas, Yahvé ha dado paz a su pueblo, asegurando sus fronteras y proporcionándole trigo de la mejor calidad.

Los fenómenos atmosféricos, por su parte, se ordenan a una fructificación de la tierra al servicio del hombre: la nieve, la escarcha, el hielo, tienen un origen misterioso para el hagiógrafo, y su formación obedece a órdenes concretas y directas del mismo Dios, según la concepción religiosa de la naturaleza y de la vida.

Finalmente, el salmista pondera el mayor beneficio recibido por el pueblo elegido: la Ley, en la que se manifiesta concretamente y de modo minucioso la voluntad divina. El mismo Dios que dirige el curso de la naturaleza se ha dignado escoger a Israel como «heredad» suya particular, entregándole sus estatutos para su mejor gobierno y para asegurar el camino de la virtud, que merece las bendiciones del Omnipotente.

Ningún pueblo puede gloriarse de haber sido objeto de tal predilección por parte del Creador.

Al Salmo 147 podemos también aplicarle lo que escribe san Ambrosio a propósito del Magníficat: «Que en cada uno esté el alma de María para proclamar la grandeza del Señor». Que también nosotros estemos llamados a alabar a nuestro Dios por sus muchos prodigios; cuanto más profunda sea la contemplación de estos, tanto más crecerá la alegría de descubrir qué grande es nuestro Dios. Él es el protagonista de este salmo: el que da la paz; alimenta con el pan de vida; envía su Palabra a la tierra. Es también él quien ordena los grandes prodigios de la naturaleza y realiza cosas maravillosas que nosotros, hombres desencantados, no podemos más que admirar embobados.

La misma Palabra que ha creado la luz, los astros, el hombre, continúa desplegando su omnipotencia en los fenómenos que nos acontecen a diario, pero el motivo por el que nuestra alabanza puede y debe elevarse en plenitud es el descubrimiento de que esta Palabra ha venido a plantar su tienda entre nosotros (Jn 1,14). Desde entonces todo ha cambiado: cada alma está llamada -como María- a acoger al Verbo de la vida, al amor hecho carne que ha venido a morar en su pueblo. Se comprende, por consiguiente, que la elección de Jerusalén, de Israel, fuera en vistas a todos nosotros, que estamos llamados a presentarnos al Padre como hijos en el Hijo amado”.

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