En este Salmo el salmista, hombre o mujer, peregrino a Jerusalén y, sobre todo, peregrino de la vida, canta la sabiduría profunda que ha adquirido en el camino. Con muy pocas palabras, apenas 30 en el original hebreo comunica una experiencia nueva de Dios y de la vida humana. Después del bullicio de la fiesta, le sale la verdad del corazón, en la calma.
El Salmo, el más hermoso de la Biblia a juicio de muchos, es una auténtica perla preciosa, un oasis de paz, una bocanada de aire fresco del Espíritu. “Es una perla en el Salterio, un brevísimo poema, que con unas sencillas palabras expresa lo que hay de más alto, lo que sobrepasa toda inteligencia, y dice más que muchas palabras: la paz del alma en Dios” (Kittel).
¿Dónde está la belleza de este poema? ¿No bastará con abrir los ojos y mirar, con abrir el corazón y saborear? El orante sabe de qué va la vida. Ha estado metido en ese mundo tan tentador de los deseos insaciables, de la ambición, de la grandeza, de la pretensión de estar siempre unos peldaños por encima de los demás; ha buscado en todo ello el sentido de la vida. Pero ha visto claro lo relativo y lo falso que es un planteamiento de vida así, porque no da vida ni paz al corazón.
Y con una fortaleza y libertad impresionantes dice “no”. Se lo dice al Señor en oración. Con una alegría desbordante dice “no”. “No” a la manía de querer ser grandes, “no” a la manía de acaparar, “no” a la manía de pretender el sentido de la vida siendo más que los demás. Todo eso conduce al fracaso, no tiene salida. Este “no” destaca con intensidad en la primera parte del salmo.
No es un “no” de rabia, es un “no” que le brota de una fuente de paz que ha descubierto en el corazón, donde todo se le ha aquietado, quedando inundado de serenidad. Es un “no” dicho con humor, por quien, en un momento, se ve más allá de los honores y privilegios, y pronuncia su palabra sin amargura, sin envidia.
Ya no apetece ser ni estar en el centro de todo, lo que tantas veces ha llevado a la discordia y dispersión de la familia humana; se contenta con estar en su sitio, en su pequeñez, en su interioridad más íntima, o sea, en Dios. Del encuentro consigo mismo, sale el orante unificado, realista, dispuesto a las tareas de cada día, a las simples fidelidades de cada día. ¿Te animas tú también a intentarlos?