La oración de un cristiano siempre ha de ser persistente; eso siempre me lo enseñaron. Recordaba que, de pequeño, cuando estaba en ese proceso de aprender a rezar, siempre me decían que tenía que ser constante; que debía insistir en esa búsqueda de lo que le pedía a Dios. Y siempre recuerdo que había algo, que era la parte que menos me gustaba: y era hacerme la pregunta cuando alcanzaré lo que pedí. Y si no alcanzaba prontamente me preguntaba, ¿porque tengo que continuar en esa petición? Hoy con la madurez del tiempo puedo llegar a la conclusión que pedía como si fuera una orden en un restaurante de comida rápida: a la velocidad del rayo y que no faltara nada de lo que pedí.
Con el paso del tiempo, y claro está, de la formación recibida, se va descubriendo como Dios manifiesta, de manera diferente a la esperada por mí, y claro está, en el tiempo que él cree oportuno a mis necesidades, a aquello que sin saberlo me hacía falta para mi bienestar. Hoy la palabra que nos propone este tiempo me lleva por ese camino, y me invita a reafirmarme con mayor convicción en la perseverancia que tengo que asumir cada día.
La Primera Lectura nos lleva a una de tantas batallas en las que el pueblo de Israel tuvo que implicarse para salir adelante y poder reafirmarse como pueblo. La escena de hoy presenta la confianza en la fuerza de Dios. Nos señala que toda acción tiene que estar sustentada en la fidelidad al mensaje Dios y solo en él. Las victorias de Israel son expresiones de que nada es posible si Dios no está presente en cada momento.
En el salmo 120, el salmista, recuerda a los fieles que Dios los protege. Los peregrinos marchan hacia Jerusalén por duros caminos y es por eso que se les recuerda que Dios camina en el peligro y los protege.
Quien contempla los montes sabe que nada puede ocurrirle pues su fuerza es el Señor. La protección divina se extenderá no sólo a los días de la marcha hacia la ciudad santa, sino a todas las empresas -tus entradas y salidas- de los que se confían a su providencia.
La Segunda Lectura recoge un momento entrañable en la vida de Pablo y Timoteo. Este último está escuchando las exhortaciones que le hace el ya maduro Pablo quien le insiste en las actitudes propias del buen apóstol en su labor ministerial: “proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda paciencia y deseo de instruir”. Hoy sigue teniendo la misma actualidad este llamado pues solo en la perseverancia se podrá lograr el anuncio eficaz del evangelio.
El Evangelio nos trae el anuncio de una parábola muy conocida por nosotros: la historia del juez injusto. Esta figura presenta actitudes de quienes menosprecian el ser justos y no les importa el bienestar de los demás, ¿suena a conocido? Pero lo que hace la diferencia es la perseverancia a la que la viuda somete al juez; por eso la respuesta de este: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”».
La insistencia, la fuerza de saber que se puede alcanzar la meta, es la gran enseñanza a la que nos somete la figura de la viuda quien jamás claudicó en su empeño de alcanzar justicia. Ante esto Jesús presenta la gran enseñanza a la que nos invita a reflexionar en esta liturgia: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar”. Es el Dios de justicia que siempre responde al que le llama; es el Dios que escucha la voz del que le suplica y responde a cada momento. Pero la permanencia en la confianza plena en Dios será un requisito indispensable para alcanzar la meta: el reino de Dios.