La palabra que hoy nos presenta esta liturgia nos provoca un sentido de transcendencia; rompe barreras la fuerza salvadora de Dios y trae consigo la transformación de Naamán el sirio y del samaritano leproso. Ninguno pertenece al pueblo de Dios, pero ambos reciben de Dios su favor, su sanación, su fuerza.

Tantas veces hemos escuchado que la acción de Dios es para todos; y las mismas veces a la hora de actuar somos selectivos y no tomamos en cuenta lo que es la misericordia de Dios. El profeta, instrumento de Dios provoca la transformación del corazón de Naamán, no tan solo reconoce la acción de Dios en su vida, quien le da la sanación física sino que provoca que su corazón solo reconozca al Señor de Israel.

La Primera Lectura nos describe el acontecimiento de un sirio, Naamán, que llega hasta Israel en busca de sanación. Allí se encuentra con el profeta Eliseo quien le manifiesta la grandeza y el poder de Yahvé. Quiere pagarle al profeta, pero este rechaza cualquier pago. Demostró que su misión era provocar un encuentro con Dios. Pero será Naamán quien procurará ganarse el corazón de Dios por eso pide llevar tierra de Israel para, desde esa tierra, no alabar a otro Dios.

La fidelidad a partir de ese momento en la vida de Naamán será una constante.

El Salmo Responsorial, el 97, es un salmo que utiliza la forma básica de oración: invitar a la alabanza ante una victoria alcanzada. La fuerza de Dios se manifiesta como un poder irresistible; la victoria, ganada para salvar a un pueblo escogido, es revelación para todas las naciones; porque es una victoria justa, es decir, salvadora del oprimido y desvalido. Con esto el Señor manifiesta que Él es fiel, se acuerda de su fidelidad. Y así se manifiesta que el amor por Israel es manifestación para todo el mundo.

La Segunda Lectura es una convocatoria que realiza Pablo a su querido discípulo Timoteo. “Haz memoria de Jesucristo”. Esta frase es todo un llamado a asumir el gran proyecto de Dios. Y se pone Pablo como ejemplo: sin miedo sufre cadenas por ello. Pero la alegría no se la roba nadie. Vive contento porque se sabe haciendo lo que tiene que hacer y quiere provocar los mismos sentimientos en Timoteo. La Palabra no está encadenada: solo él, pero su voz y testimonio hará que la Palabra se difunda por doquier.

El Evangelio, conocido por todos, nos lleva de la mano para vivir una experiencia única. Los leprosos, condenados a vivir aislados para evitar el contagio, ven en Jesús su única posibilidad de salir de aquel suplicio. Piden sanación y Jesús se las da. Les invita a que vayan al sacerdote, único que podía declarar oficialmente la sanidad del enfermo. Pero al verse sano solo uno, y Jesús se encargó de decirnos que era un samaritano que para los judíos son unos excluidos de toda relación con Israel. Pero será el samaritano, el que reafirmará con fuerza el que reconozca la acción salvadora que ocurrió en su vida; por eso volvió a rendir culto al que lo sanó y lo hizo una nueva persona.

Ante esta expresión de reconocimiento de la gloria de Dios, Jesús pasa a reafirmar la salvación de este, que siendo excluido se devolvió para dar gloria a Dios. Esto resultaría en una molestia para los religiosos judíos quienes veían a los samaritanos como cismáticos y por tanto considerados como extranjeros. Jesús, una vez más, rompía con los parámetros que imponían la oficialidad judía y reafirmaba que el amor y el perdón de Dios era para todos.

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