La Liturgia de este domingo nos dirige con mucha certeza a repasar la acción de Dios sobre cada uno de nosotros. Sin darnos cuenta vamos creando “un dios” a mi estilo, con mis requerimientos, ajustado a las necesidades que voy imponiéndome en la vida.

También se da que vamos cargando enseñanzas mal ofrecidas y vemos a Dios como el que está listo para el castigo en cuanto se nos ocurra equivocarnos. Y hoy la Palabra se encarga de despejar del corazón esos conceptos erróneos y nos lleva de la mano de la misericordia y amor de Dios manifestado en el Padre que acoge, en el que se esmera en buscar lo perdido, en el Padre que siempre está dispuesto al amor no importa la respuesta que en un momento dado hayamos asumido.

La Primera Lectura nos lleva hacia una escena muy conocida por nosotros: la infidelidad del pueblo que se fabrica un novillo, cada quien aportando los metales con que contaban, y desviando su corazón del verdadero Dios de Israel. Vemos manifestado la súplica de Moisés que intercede por el pueblo y pide misericordia a la que Dios responde. Una vez más la grandeza de Dios se da en la historia de un pueblo “de dura cerviz”; una vez más la respuesta de Yahvé sorprende por su capacidad de perdón y misericordia.

El Salmo Responsorial que nos ocupa hoy es quizás el más orado y utilizado, no tan solo por el pueblo judío sino por los cristianos. Se le conoce como el Miserere; es un salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La Liturgia de las Horas nos lo hace repetir en las Laudes de cada viernes. Se ha convertido en un suspiro de arrepentimiento y de esperanza dirigido a Dios misericordioso.

La Segunda Lectura recoge un hermoso testimonio del Apóstol Pablo quien reconoce la gran misericordia del Señor para con él; y cómo “se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo Jesús toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en Él y tendrán vida eterna”. Misericordia que se manifiesta de una manera especial en la elección que recibió de parte de Jesús para ser su apóstol.

El Evangelio recoge hoy tres parábolas, que vienen a llevar al corazón de aquellos que consideran, como los fariseos y escribas, que la gracia de Dios es una exclusividad de un grupo privilegiado, descartando aquellos, publicanos y pecadores, que no correspondían a los parámetros de santidad en los que creían. De esa manera Jesús les responde describiendo la capacidad de amor de Dios desde una manera muy cotidiana y sencilla, cosa que no les cabía en la mente a estos grupos. Todos somos importantes; una expresión maravillosa para aquel entorno y para el nuestro. Todos son motivo del amor y por tanto si se pierden hay que ir a buscarlo. Se podría afirmar: pero si la parte que se pierde es ínfima en consideración con lo que todavía se tiene; no importa: todos son importantes. Tanto es así que celebran y comparten la alegría de haber recuperado lo perdido.

En la tercera, el personaje del Padre, aunque no se señala directamente, describe el amor de Dios sobre sus hijos. No tan solo por el que se va sino también por el que se queda: todos son importantes para él. Expresa la parábola una expresión de respeto a la libertad, no intenta detener al hijo que quiere irse. Pero sobre todo expresa la capacidad de perdón y misericordia. Una misericordia que lo lleva, no a la recriminación, sino al perdón, a la acogida, a la fiesta como expresión máxima de lo que implica perdonar.

En este Año de la Misericordia la Iglesia nos ha interpelado, de muchas maneras para que recordemos con mayor insistencia, la gran misericordia con que Dios no ama; y por ello la respuesta a la que somos llamados como acción lógica del perdón y amor. Asumir esta misericordia nos llevará a siempre a tener presente que el Dios manifestado por Jesucristo es un Dios sobre todo y ante todo misericordioso.

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