El miedo es una sensación de angustia por la presencia de algún peligro o de algún mal. En el texto de la primera lectura (1 Rey 19, 9. 11-13) no consta lo que unos versos anteriores han comunicado explícitamente: “Elías se llenó de miedo y huyó para salvar su vida” (1 Rey 9, 3). La huida del profeta carga a sus espaldas el peligro inminente de la sentencia de muerte que ha decretado Jezabel. El tenaz Elías que se enfrentó con bravura a los profetas de Baal ahora experimenta la angustia del temor. Como miedo, también podíamos interpretar la sensación de la que nos comienza a hablar Pablo en el inicio del noveno capítulo (Rom 9, 1-5) que hoy tenemos como segunda lectura. La tristeza y el dolor que refiere el apóstol es la de saberse miembro de un pueblo que ha rechazado tercamente a Jesucristo. Muy dramáticamente Pablo expresa su temor a que los de su raza queden separados de la salvación.

La escena evangélica (Mt 14, 22-33) también nos muestra que un miedo hasta gritar es la sensación que han experimentado los discípulos desde la barca sacudida por las olas y al ver acercarse aquello que ofuscadamente catalogaron de un fantasma. A la angustia del miedo ha llegado el atrevido de Pedro cuando ha comenzado a hundirse, también, golpeado por las ventosas borrascas. Parece que el miedo y la duda van de la mano. Parece que el temor y la incredulidad caminan juntos. Sólo con la mano extendida de Jesús dispuesta a socorrernos y con nuestro reclamo de misericordia y salvación (como canta el salmo de hoy -Sal 84-) podremos, en calma, libres de angustia, postrarnos ante su presencia y reconocerle como el Hijo de Dios.

Durante estos últimos años -y en días recientes- no podemos negar que, tal como Elías en el Horeb, hemos sentido miedo a huracanes, a aquellos vientos fuertes e impetuosos que golpearon toda la foresta de nuestra tierra y, aunque la despojaron de su verdor, allí donde quedaron imperceptibles raíces hoy se mecen nuevas hojas en lozano esplendor. También, como Pedro en Genesaret, hemos tenido miedo a reconocer que nuestra impotencia se ha tenido que enfrentar a vehementes borrascas que prueban la fuerza de los remos y la de los músculos de quien los maneja. Hemos sentido miedo a terremotos que han hecho vibrar las montanas y quebrar las piedras como en el Horeb. También como en Genesaret hemos sentido miedo a poner nuestros pies y andar en terreno inestable; hemos temido a contemplar las grietas de nuestras estructuras porque nos recuerdan, por encima de todo, lo frágiles que somos. Hemos sentido miedo, como Elías en el Horeb, a enfrentar aquel fuego de un virus con coronas que ha devorado numerosamente la vida de tantos. También, como Pedro en Genesaret, hemos sentido miedo a hundirnos en nuestra propia limitación y debilidad. Pero, atención: ¡La calma lo cambia todo! Hay que despojarse de la agitación y de las prisas. La angustia del temor ha de ceder el paso a percibir la sutil brisa que manifiesta la presencia constante de Dios. Como Elías hay que salir de las cavernas que llenan de tinieblas nuestra vida; como Pedro hay que contrarrestar nuestras dudas con una súplica confiada y gritar: ¡Sálvame Señor! Él no desoye el clamor de los que lo invocan, dice la antífona de entrada de este domingo.

Como Elías, escuchemos a Dios; como Pedro, desde nuestra debilidad, confiemos en el Señor. Solo superando la oscuridad, las dudas y el temor, recobrando la calma, podremos caminar al encuentro de aquél que nos toma de la mano y, en medio de la peor catástofre de miedo, nos vuelve a decir: No teman.

 

P. Ovidio Pérez Pérez

Para El Visitante

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here