Considerando que la Navidad es una fiesta de familia, les invito a reflexionar hoy a la luz de la palabra de Dios sobre algunos de sus miembros, los ancianos y las ancianas… para descubrir lo que -parafraseando al P. Cantalamessa, predicador del Papa, llamaremos la espiritualidad de los ancianos y ancianas….

En la Escritura podemos descubrir un perfil de las virtudes, que más deben resplandecer en ellos: “Di a los ancianos que sean sobrios, serios y que piensen bien; que estén robustos en la fe, en el amor y en la paciencia. A las ancianas, lo mismo: que sean decentes en el porte, que no sean chismosas ni se envicien con el vino, sino maestras en lo bueno, de modo que inspiren buenas ideas a las jóvenes, enseñándoles a amar a los maridos y a sus hijos” (Tito 2, 2-4).

No es difícil deducir de estas recomendaciones los rasgos fundamentales que definen a un buen anciano. En ellos, hombre o mujer, ante todo debe sobresalir una cierta calma, dignidad, que hace de ellos y ellas un elemento de equilibrio en la familia. Ellos nos ayudan a relativizar las cosas en las dificultades, a rebajar las tensiones, inducen a la reflexión y a la paciencia. Deben ser personas que invitan a la reconciliación, que puntualizan y no toman decisiones precipitadas, son los que “ponen paz”.

Otra virtud importante y necesaria es la de tener una cierta apertura hacia los jóvenes. A las mujeres ancianas se les recomienda que “enseñen a amar” a las jóvenes. ¡Cuántas cosas hay encerradas en esta frase! Esto supone la capacidad de saberse adaptar a los tiempos que cambian, apreciar las novedades y los valores positivos de los que son portadores los jóvenes.

Ahora bien, las indicaciones más precisas para una espiritualidad del anciano nos la presentan hoy las Escrituras en las figuras de los ancianos, que hemos recordamos. Abrahán y Sara nos dicen que la verdadera fuerza, que debe sostener a un anciano, es la fe: “Por fe, obedeció Abrahán a la llamada… Por fe, también Sara, cuando ya le había pasado la edad, obtuvo fuerza para fundar un linaje… Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac…”.

Y de Simeón y Ana, la pareja de ancianos del Evangelio, aprendemos la otra virtud fundamental de los ancianos: la esperanza. Simeón había esperado toda la vida poder ver al Mesías. Estaba ya cercano su fin, parecía todo acabado; ha continuado esperando; y un día ha tenido la alegría de estrechar entre sus brazos al Niño Jesús.

Finalmente, en los Salmos encontramos esta hermosa oración de un anciano, que todos, jóvenes y viejos, podemos hacer nuestra: “No me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando decae mi vigor… ¡Oh Dios, me has instruido desde joven, y he anunciado hasta hoy tus maravillas! Ahora, viejo y con canas, ¡no me abandones, Dios mío!” (Sal 71, 9. 17-18).

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