La mañana del domingo de Pascua hubo carreras maratónicas para llegar al sepulcro; una vez allí la piedra movida, el sudario y las vendas por el piso se convirtieron para los discípulos en signos elocuentes de la resurrección. La celebración de este domingo vuelve a presentarnos -esta vez sin carreras- otros signos de Cristo vivo también muy elocuentes: sus manos y sus pies. El pasado domingo invitaba a Tomás a tocar sus manos y su costado (cfr Jn 20, 19-31); hoy nos muestra sus manos y sus pies glorificados (cfr. Lc 24, 35-48).
La antífona del salmo responsorial (Sal 4) es un reclamo poético a que brille en nosotros la misma luz del rostro del Señor. Toda la liturgia de este domingo presenta elementos que añoran el gozo del triunfo de Cristo. Así lo expresa literalmente la oración colecta cuando pide que el pueblo se alegre siempre por la nueva vida recibida -en clara referencia a la recibida en Cristo- y que sea capaz de aguardar la resurrección final. Similarmente en la oración sobre las ofrendas se añora la felicidad eterna y en la oración después de la comunión se pide al Padre que conceda al pueblo alcanzar la gloria de la resurrección. En fin, el reclamo es que lo que es de Cristo sea ahora nuestro.
El camino para que eso que es de Cristo sea nuestro lo contemplan tanto san Pedro (cfr Hch 3, 15-17. 17-19) como san Juan (1 Jn, 2, 1-5) en ambas lecturas de esta celebración. Pedro en su discurso kerigmático en el Pórtico de Salomón, después de la curación de un impedido -signo al que la primera lectura de hoy no hace referencia pero que marca el contexto de sus palabras- exhorta a la conversión y al arrepentimiento de haber asesinado al Autor de la vida. Así el triunfo de aquel a quien Dios mismo levantó de la muerte será de todos por el perdón de los pecados. Quien se arrepiente y se convierte, resucita con Cristo. Por su parte el apóstol Juan, con su sutileza habitual, exhorta a guardar la palabra porque quien así lo hace ha llegado en él la plenitud del amor de Dios ya que Jesucristo es la víctima de propiciación de los pecados del mundo entero.
Por nuestra parte, para que el triunfo de Cristo sea también nuestro, no solo deberíamos clamar con el salmista, sino también contemplar con los discípulos a Cristo resucitado. Pedimos: Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, quizás, para sentirnos confiados en su mirada cautivadora; Él nos muestra sus manos resucitadas, quizás, para que con las nuestras acariciemos más el rostro del hermano abatido por las injusticias; Él nos muestra sus pies, quizás, para que caminemos más solidarios con las víctimas de las estructuras esclavizantes. Pedimos muy poéticamente que haga brillar la luz de su rostro, quizás, para dulcemente embelesarnos con su belleza; Él nos muestra sus manos glorificadas, quizás, para que con las nuestras sustentemos más fuertemente al que está desolado; Él nos muestra sus pies, quizás, para que transitemos por veredas de justicia y de santidad. Pedimos muy expresivamente que haga brillar la luz de su rostro, quizás para contemplar plácidamente la hermosura de sus líneas de expresión; Él nos muestra sus manos santificadas, quizás, para que con las nuestras escribamos más clara y contundentemente la verdad, la honestidad y la transparencia en nuestras propias vidas; Él nos muestra sus pies, quizás, para que recorramos más distancias por los senderos del perdón, de la compasión y de la clemencia. Clamamos por la luz de su rostro, quizás, para endulzar nuestros oídos con las finas palabras de su boca; Él nos muestra sus manos ya glorificadas, quizás, para que con las nuestras manchadas de culpa golpeemos nuestros pechos en genuino arrepentimiento y deseo de conversión; Él también nos muestra sus pies, quizás, para que con los nuestros transitemos más lugares anunciando la buena nueva de salvación. En nuestras manos los pascuales cirios encendidos, en nuestros pies la certera confianza de senderos iluminados. Solo así también brillarán dichosos nuestros rostros.
P. Ovidio Pérez Pérez