Domingo II de Pascua, Ciclo B
Domingo de la Divina Misericordia
Contexto
Hemos iniciado el glorioso tiempo pascual. Si durante 6 semanas se nos invitó a hacer penitencia (Cuaresma), ahora somos invitados a celebrar la victoria pascual de Cristo por siete semanas más un día (cincuentena pascual), signo de la abundancia y plenitud de la redención. Si nos esforzamos por vivir la penitencia, ahora debemos animarnos a celebrar y cosechar los frutos de la Pascua con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu.
La octava pascual, que termina hoy, es un gran domingo extenso de 8 días. En este domingo de la octava pascual, en el pasado se enfocaba en los neófitos, los recién bautizados, que durante toda la octava recibían unas catequesis especiales, llamadas mistagógicas, porque les conducían, con la ayuda de la gracia recién recibida, a profundizar y entender, con la sabiduría del Espíritu, lo que habían aprendido por 2 o 3 años en la catequesis.
Desde hace muchos siglos las oraciones y lecturas de este día aluden a la misericordia de Dios, manifestada en los sacramentos de la iniciación cristiana y el perdón de los pecados en el sacramento de la Reconciliación. Incluso la antigua oración colecta de este domingo se dirige al Padre diciendo: “Dios de misericordia infinita…”. Desde que S. Juan Pablo estableció este, como el Domingo de la Divina Misericordia, resplandece más aun ese mensaje de la abundancia de la misericordia de Dios en este día.
Reflexionemos
La Pascua es el tiempo en que el Señor hace nuevas todas las cosas. Esa novedad no es algo abstracto, se hace tangible en la vivencia de la unidad en la comunidad cristiana, que tiene un mismo pensar y sentir en Cristo (cf.Hch 4, 32-35), en el discípulo de Jesús que vence el mundo cumpliendo fielmente los mandamientos de Dios (cf.1 Jn 5,1-6) y todo ello como fruto de la misericordia de Dios que no solo nos perdona, sino que nos hace nuevas creaturas al nacer de Dios (cf. 1 Jn 5,2-6).
Así como la primera comunidad cristiana, y también nosotros, deberíamos entender que nuestro encuentro con el Resucitado debe transformar nuestras vidas (cf.Jn 20, 19-31). Seremos dichosos si creemos sin haber visto, pero esa fe debe plasmarse en las cosas concretas que nos presenta hoy la Palabra de Dios.
En un mundo tan dividido e individualista, la unidad de pensamiento y sentimientos, que deberíamos tener los cristianos, es un signo patente. Esa comunión debe reflejarse incluso en cosas tan concretas como poner en común los bienes materiales, según nos dice la primera lectura. Eso no es comunismo, sino cristianismo. El cristiano no solo se preocupa, sino que se ocupa, como su Maestro, de enfrentar la realidad y buscar solución a los problemas o retos.
Esa actitud de vencer obstáculos nos viene del triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte que llega a nosotros por el agua, la sangre y el Espíritu (cf. 1 Jn 5,6). Es decir, los bautizados y eucaristizados participamos de la victoria de Jesús resucitado. La Pascua nos hace ver lo nueva y distinta que debe ser nuestra vida a partir de nuestra regeneración en Cristo, en quien creemos, aún sin haberlo visto. Dichosos nosotros por creer sin ver (cf. Jn 20,29).
En conclusión
Dios, en su misericordia, nos ha regenerado y perdonado en Cristo. Los discípulos de Jesús debemos agradecer y manifestar esa misericordia divina perdonándonos los unos a los otros, sabiendo vivir en comunidad y compartiendo lo que tenemos para que nadie sufra necesidad (cf. Hch 4,34). Este domingo de la octava de Pascua, no solo agradecemos a Dios su misericordia divina y eterna, sino que somos interpelados a vivir ese atributo de Dios que a su vez es un mensaje de esperanza para este mundo donde a veces parece que el egoísmo y la inmisericordia dominan.
Hoy y siempre la victoria pascual de Cristo habrá de encontrar su mejor expresión en hacer comunidad y misericordia o, como dice el Papa Francisco, “misericordiar”.
(Mons. Leonardo J. Rodríguez Jimenes)