La oscuridad con la que inicia la Vigilia Pascual no se impone; se gesta la ruptura de las tinieblas con un fuego nuevo y bendecido. El cirio, antes de portar la llama de vida que se esparce por toda la asamblea, recibe los rojos inciensos, cual clavos que glorifican. Así lo reza el sacerdote: “Por sus santas llagas gloriosas nos proteja y nos guarde Jesucristo el Señor”. Las tres veces con que se evoca la luz de Cristo plenifican las veces que, el Viernes Santo, se reclamaba la mirada en la cruz. Así se mantiene despierto el recuerdo de que no hay Pascua sin Cruz. Por su parte “los fieles deben asemejarse a quienes, con lámparas encendidas en sus manos, esperan el retorno de su Señor, para que cuando llegue, los encuentre en vela y los invite a sentarse a su mesa”. Esta indicación se encuentra en la primera rúbrica de la celebración de la Vigilia Pascual. Pienso que para recordar que no habrá Pascua definitiva, sin Retorno. ¡Qué triple unidad tan llena de vida: la Pascua que mira al precedente del Calvario y que, a su vez, lanza a la prospectiva no solo del pentecostés definitivo -que lo podría simbolizar el fuego- sino también de la gloriosa vuelta donde la vida alcanzará plenitud!
El Pregón es un canto a la vida gestada desde la eternidad; no quedará jerarquía celeste sin percatarse que la noche no tuvo suficiente fuerza porque Cristo al salir del sepulcro vive y reina. Aquellos que permiten a las lecturas trastocar sus corazones descubrirán que la liturgia de la Palabra insiste en la experiencia de un Dios de vida. Ese Dios que creó todas las cosas, que envía su espíritu y repuebla la faz de la Tierra (Sal 103) es el mismo Dios que hundió en el Mar Rojo a la caballería egipcia (Ex 15); el que el profeta Isaías llama Dios de toda la Tierra (Is 54) y Dios rico en perdón (Is 55); el que infunde un espíritu nuevo según el profeta Ezequiel y regala corazones de carne (Ez 36, 16-28). Es el Dios que libera (Sal 29), que tiene palabras de vida eterna (Sal 18) y que rescató su Hijo para que estuviéramos muertos al pecado y vivos para Dios (Rom 6, 3-11). Es el que confiamos ha abierto las puertas de la vida eterna y quien concederá resucitar a una nueva vida renovados por la gracia del Espíritu.
La liturgia bautismal hemos de mirarla con el mismo prisma de la vida. Para una madre en gestación el nacimiento de un hijo es noticia extremadamente alegre. Aquí y ahora la grávida iglesia cuaresmal alumbra nuevos hijos llenos vida pascual. No hay otra forma de interpretar la liturgia eucarística sino como el banquete que el Señor por su resurrección preparó para su pueblo. Toda la celebración ha estado hablando de vida: “Viviré siempre contigo”, dice la antífona de entrada. “Venciste la muerte” dice la oración colecta. “Destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró la vida” canta el prefacio; y la oración para después de la comunión pide que toda la Iglesia “pueda llegar a la gloria de la resurrección”. Hoy más que nunca, se anuncia su muerte, se proclama su vida y se reclama su glorioso retorno.
Una celebración como esta quiere hablar de vida y quiere también hacerse vida. Y se haría vida si cada quien recargando el interior se lanza a correr, velozmente como el apóstol Juan aquella mañana o un poco más lento como Pedro, pero no a buscar entre los muertos al que vive, sino a anunciar entre los vivos al que sepultado fue resucitado y cuyo sepulcro está verdaderamente vacío. Se hace vida si cada quien, en encuentro personal, reanima sus desilusiones y sus llantos como la Magdalena aquel amanecer y se lanza convencido a gritar con fe y emoción: He visto al Señor. Se hace vida si cada quien refuerza el recorrido de retorno con el corazón ardiente de emoción al encuentro con la comunidad de hermanos, como aquella tarde hicieron los caminantes de Emaús. Una celebración como esta se hace vida si por fin entendemos y por fin nos convencemos que en la Pascua todo, absolutamente todo, habla y requiere vida.
(P. Ovidio Pérez Pérez)