El apóstol Pablo en la segunda lectura (2 Cor 4, 13- 5, 1) de esta celebración coloca como argumento principal la necesidad de vivir conforme al espíritu de la fe. Espíritu de la fe que se sostiene con lo eterno. Es por esto que el apóstol ha señalado que no hay tribulación humana, aunque liviana y pasajera, que no pueda producir inmensos e incontables tesoros de gloria para el Señor. En su planteamiento queda confrontado el hombre exterior, fijado en las cosas que se ven, con el hombre interior, que vive de lo eterno -es decir, de lo que no se ve-.

¿Acaso también dentro de una tribulación podemos percibir al salmista cuando clama desde las profundidades de su interior que el Señor escuche sus gritos de súplica (Sal 129)? Es una imagen cargada con una inmensa y abrumadora emotividad que en palabras del apóstol podrían proceder del hombre externo. Así mismo el salmista manifiesta el hombre interno, cuando con gigantesca tranquilidad, proclama que su espíritu espera en el Señor. Sus llorosos gritos de súplica no impiden confiar en la gozosa esperanza de que la Palabra del Señor se cumplirá.

Escondido, en tribulación, en agobio y temor encontramos, en la primera lectura, al hombre del Génesis después de saber que ha faltado a su Dios (Gn 3, 9-15). El hombre y la mujer, ante el interrogatorio divino, no niegan haber comido del árbol prohibido. El hombre externo echa culpas para adelante; el eterno Dios decreta hostilidades de compasión y redención.

En la perícopa evangélica podemos quizás descubrir también un Cristo atribulado por la gente que no le deja ni comer, por sus familiares que lo pretendían tratar como perturbado y por los escribas que lo demonizaban. Unas miradas muy severas del hombre exterior. Ahora bien, con imperturbable tranquilidad, desde la interioridad, el mismo Jesús enuncia que el hombre de lo eterno es el que cumple la voluntad de Dios. El hombre del interior es su madre y su hermano.

Cuánta ofuscación y agobio viene causando al cristiano aquello que se ve. Cuánta relevancia absurda se le entrega al mundo de la exterioridad, de la apariencia, de la estética, de la superficialidad, de la expectativa del momento, de la combinación acertada y de las formas esperadas. Todo eso que se ve, resulta, a final de cuentas, transitorio, efímero, perecedero e irrelevante. Entonces, con simplicidad radical hay que colocarse en lo que no se ve: en la sensibilidad para que no deje de interpelarse por la necesidad de hacer el bien; en la recta intuición para que no se detenga evitando el mal; en la confianza para que no se canse en esperar compasión y misericordia; en el perdón que es semilla de respeto; en la esperanza en la eterna palabra de Dios para que no claudique ante los embates de la vida. Así en palabras del apóstol “aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo, nuestro interior se renueva día a día”. Porque “lo que no se ve es eterno”. Parafraseando las palabras evangélicas de hoy podría señalar que la enseñanza del Maestro nos indica que solo así subsiste un reino, no peleando por intereses materiales que se ven sino porque está unido desde los ideales que no se ven. Solo así subsiste una familia, no dividida por los intereses que algunos miembros ven sino unida en la aspiración del Cielo -que no se ve-. Solo así la invisible astucia se impondrá por encima de los visibles fuertes músculos. Hermanos, aunque nuestros sentidos busquen por un lado y por otro entretenerse en las cosas que se ven… Fijémonos mejor en lo que no se ve.

P. Ovidio Pérez Pérez

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