Este domingo es de grandes emociones: el profeta Jeremías (Jer 31, 31-34) habla de una ley metida en el corazón; y el corazón es tradicionalmente reconocido como la cuna de todos los sentimientos. El salmista (Sal 50) habla de un corazón puro, borrado de culpa alguna, lavado de delitos y limpiado de pecados. El autor de la carta a los hebreos (Heb 5, 7-9) habla de un Cristo que grita con lágrimas en los ojos; y el evangelista (Jn 12, 20-33) habla de la inminente hora de la glorificación de Jesucristo. Por si fuera poco, la oración colecta conjuga maravillosamente el vivir y el actuar con el amor. Son tantas emociones positivas juntas que hasta podrían parecer fuera de sintonía con la tradicional austeridad cuaresmal.
Del profeta Jeremías se suele señalar que es uno de los hombres más emotivos o sentimentales de la Sagrada Escritura. El texto que nos atañe sugiere la necesidad de una relación del pueblo con su Dios desde la novedad de una alianza que estará en el corazón. Todos, desde el más pequeño hasta el más anciano, conocerán al Señor no desde la palabra trasmitida sino desde la vida misma; no desde las faltas a la ley, sino desde la experiencia del Dios que perdona. Una experiencia de perdón desde el corazón es lo que también canta el salmista. El lavar, el limpiar y el borrar las culpas se da porque el Señor es uno de inmensa compasión, porque el Señor no desprecia corazones quebrantados y humillados. Corazones que reconocen que han faltado a la ley, pero que no se duelen por la ley misma, sino por la ofensa a quien da la ley. Los gritos de súplica y las lágrimas en los ojos de Cristo el Señor para aprender la obediencia resultan fascinantes desde la carga de emociones en los textos de esta celebración. Ese Cristo-hombre que llora la ingratitud de Jerusalén (cfr Lc 19, 41-44), ese Cristo-Dios que rescata los hijos dispersos de Israel. Ese Cristo que humanamente llora la muerte de Lázaro, ese Cristo que siendo Dios lo sacó del sepulcro (cfr. Jn 11, 35). Ese Cristo-hombre que lloró y sudó gotas de sangre, ese Cristo-Dios cuyo impulso determinante para la entrega fue el amor. Ese mismo Cristo Dios y Hombre verdadero que es glorificado y será vuelto a glorificar atraerá a todos hacia Él.
En ocasiones las formas de vivir la Cuaresma podrían estar necesitadas de ajustar el enfoque correcto; se podría estar enfocando demasiado la grandeza de las equivocaciones, lo sucio o indecente de los pecados y hasta en lo obsceno de las culpas. Pareciera que se trata de caminar “vía crucis” arriba y abajo por las calles de nuestras comunidades con ciertas caras aletargadas; que se trata de un tiempo de poner nuestras conciencias a latigar una y otra vez nuestros corazones; de caminar la Cuaresma como si no hubiese Pascua (cfr. Evangelii Gaudium 6). Sin embargo, estos 40 días deberían convertirse en un espacio para el gozo del perdón, en un alegre escenario cuya presentación no se llamase “pecado”, se llamase “piedad”; no se llamase “culpa” se llamase “compasión”; no se llamase “pena” se llamase “amor”. Un escenario donde el protagonista no somos los arrepentidos humanos, sino que sigue siendo el mismo misericordioso Hijo de Dios. El único capaz de borrar con gozo: “Hijo tus pecados están perdonados, levántate y vete a tu casa” (cfr Mt 9, 2-7). El único capaz de lavar con alegría: Y habiendo amado a los suyos hasta el extremo… se puso a lavarles los pies (cfr Jn 13, 1.5). El único capaz de limpiar haciendo fiesta: “Pónganle un vestido limpio; es necesario hacer fiesta porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida” (cfr Lc 15, 22.32). Ese que borra, que lava y que limpia es glorificado y vuelto a glorificar… ¡qué emocionante!
P. Ovidio Pérez Pérez