La vida cristiana es una vida de constante conversión. Tenemos tendencia a pensar que si el segundo hijo es el malo de la película el primero ha de ser el bueno, pero no es así. El hijo ideal sería un tercer hijo que respondería como el segundo: “Voy, señor y que al mismo tiempo, haría como el primero: ir a la viña”.
Este tercer hijo es Jesucristo: el que cumple la voluntad del Padre hasta las últimas consecuencias, hasta derramar la sangre en el trabajo de la viña.
Es por eso, dice un autor contemporáneo, “que la Iglesia nos invita hoy, a contemplar a Jesucristo, para aprender y llegar a tener sus mismos sentimientos, así nuestra vida tendrá una nueva dimensión que tiene que ver más con las acciones que con las palabras, más con la decisión firme de su seguimiento que con las promesas que solo sirven a los propios intereses.
Contemplar a Cristo, así como nos lo presenta el apóstol Pablo, deshace todos los argumentos de superioridad y de soberbia, aniquila todas nuestras maldades, rompe todos los prejuicios, invalida nuestras calumnias, vence cualquier injusticia y atropello a los derechos más elementales de la persona.
Porque contemplar a Jesucristo, desde sus propios sentimientos, es acercarnos a lo más profundo de su corazón, allí donde solo el amor hasta el extremo es la explicación de todo.
Que nuestro obrar sea un sí sincero que nace de lo más sincero del corazón. Así haciendo nuestros los sentimientos de Cristo Jesús, experimentaremos que nuestra vida se transforma porque es posible dejarse guiar por la humildad y buscar el interés de los demás.
Que nuestro obrar sea un “sí” sincero que nace de lo más profundo del corazón. Este lenguaje lo entiende cualquier persona, sea o no creyente, porque es el resultado de una fe fiel que se manifiesta mediante el testimonio del amor. ¿Estás dispuesto? Lánzate sin miedo.