Después de un tiempo de grandes fiestas y reflexiones, volvemos al camino cotidiano. Este caminar de “todos los días” no tiene que dejar de ser novedoso. Es más, es necesario que lo sea porque cada paso que damos debe significar cosas nuevas y diferentes pues cada momento, no importa si es de grandes fiestas o de cosas sencillas, debe abonar a nuestro crecimiento como hijos e hijas de Dios.
Y la Palabra de Dios que hoy nos presenta esta liturgia nos ofrece momentos propios de cada día: la enfermedad y la muerte. Pero ante ellas, Dios responde con misericordia y vida. Por eso no dejemos que ningún momento de nuestro camino pase sin que veamos en él, un momento de Dios donde Él se hace presente.
La Primera Lectura nos presenta a Elías mostrando a la viuda de Sarepta cuánta misericordia existe en el corazón del Dios de Israel. Abraza al niño sin respirar, como si quiere “trasmitirle la vida” e invoca a Dios por él, a la vez que suplica a Dios. Recibe el regalo pedido: el regalo de la vida. Esto provoca una respuesta inmediata de la madre: «Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor en tu boca es verdad».
El Salmo 29 es un himno de acción de gracias de quien, al sentirse libre de un peligro inminente de muerte, reconoce la grandeza de la vida que se le regala. Sus enemigos se hubiesen alegrado de su muerte y creerían que Dios no era su protector. El salmista se siente tan próximo a la muerte, que supone que ha visitado ya su alma la región tenebrosa del seol, donde están las sombras de los muertos. Por ello ahora se siente como resucitado de entre los que bajan a la fosa o sepulcro. Se daba ya por difunto, pero la intervención divina le devolvió la vida.
La Segunda Lectura nos dice: “El Evangelio anunciado por mí no es de origen humano; yo no lo he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo”. Con esta afirmación el apóstol reafirma entre los gálatas que el esfuerzo que está realizando para anunciar el Evangelio no es un proyecto que nace de una iniciativa propia; ha sido llamado, convocado por el mismo Jesucristo. Hace un pequeño relato de su proceso pero deja claro en la comunidad que le guía la fuerza de Dios.
El Evangelio de hoy nos relata la historia de otra viuda. En el anuncio se nos muestran dos caminos: uno el de Jesús que llega para anunciar la buena noticia de Dios, y el otro el de la madre que lleva al cementerio a su hijo fallecido. ¡Cuán diferentes los caminos! Pero Jesús entra en el camino de la madre llena de tristeza y le regala la vida de su hijo. El camino del dolor y el desánimo se encontró con el camino de la misericordia y la vida. Nos dice el evangelista que “todos sobrecogidos daban gloria a Dios”. Su anuncio llegó de una manera clara y contundente: Jesús manifestó cuanto Dios está dispuesto a dar: hasta la Vida. Y con la vida, nos propone un proyecto de esperanza: Dios quiere a todos por este camino, Dios busca que sus hijos e hijas entren por el camino de la buena noticia y hagan de esta su propuesta personal.
Ante este acontecimiento Jesús manifiesta el corazón de Dios, nuestro Padre. Él se compadece y se acerca como vida, como esperanza, como fuerza que provoca la sanación radical de los seres humanos y aquí radica el tener vida en abundancia. Es así como hoy se nos invita a la gran Fiesta para que celebremos esta realidad y que cada uno de nosotros logre vivir como reza la primera estrofa de la canción lema de este año: “Misericordioso como el Padre”. Reconocer la misericordia de Dios y procurar vivirla en la vida diaria es la convocatoria que se nos hace en este día. Es así como lo cotidiano se convierte en extraordinario.
Porque el mundo necesita ver con mucha claridad lo extraordinario del cristiano en lo ordinario de la vida.