“Todos quedaron llenos del Espíritu Santo” es una de las declaraciones más categóricas que se lee en la primera lectura de esta celebración (Hch 2, 1-11). El Espíritu impulsó a los discípulos a proclamar las maravillas de Dios y no se puede negar que el mismo Espíritu impulsó a la multitud de piadosos venidos a Jerusalén desde distintas naciones de la tierra a congregarse y a escuchar.
En palabras de Pablo, no se puede ni siquiera decir que Jesús es el Señor, si no se está impulsado por el Espíritu (1 Cor 12, 3-7.12-13). La primera lectura nos refiere con bastante precisión la diversidad de nacionalidades y el misterioso único Espíritu que se ha manifestado; es la unidad de las diversas lenguas en una sola fe. La segunda lectura, por su parte, nos refiere diversidad de dones y de ministerios pero un solo Señor. Diversidad en función del conocimiento del único Dios verdadero. El Espíritu ha impulsado a dejar atrás el miedo, la tristeza, las puertas cerradas, el silencio y el estar escondidos haciendo pasar al valor, a la alegría, a la libertad, a la proclamación en plena calle. Entonces, no es incorrecto afirmar que con el Espíritu queda inaugurada la misión de la Iglesia.
En la hermosa lírica del salmo de esta celebración (Sal 103) se hace referencia a la diversidad de obras que ha hecho el mismo el Señor. Entre esas obras ha estado regalar su aliento creador; aliento sin el que sus creaturas perecen. Se trata del viento que refiere la primera lectura o bien el soplo que también señala la página evangélica (Jn 20, 19-2). Con el gesto de Jesús, infunde en la comunidad su vida gloriosa de resucitado. No forzamos mucho las palabras si afirmamos que les impulsa a una vida renovada. Estamos ante la nueva creación, pero con una doble mirada: la que considera el pasado y la que impulsa al futuro. En la mirada al pasado, se hace referencia a la primera creación; a aquella salida de las manos amorosas del eterno Creador que sopló su divino aliento e hizo de su creatura un ser viviente (cfr. Gn 2, 7). En la mirada venidera, se hace referencia a la plenitud pascual por el envío del Espíritu -como considera el prefacio propio de esta solemnidad- y al clamor del Cordero que sentado en el trono afirmará: miren que yo hago nuevas todas las cosas (cfr Ap 21, 5).
Si con el fuego del Espíritu, como he afirmado, se inaugura la misión de la Iglesia y con el soplo de Cristo se lleva a plenitud la Pascua no es improcedente que cada cual considere su Pentecostés personal. Nuestra celebración no puede ser solo memoria histórica del acontecimiento sino cuestionamiento profundo con humilde mirada pretérita y con esperanzada mirada venidera.
Creo que hoy necesitamos estar impulsados por el Espíritu para que los pobres sean la genuina opción preferencial de la Iglesia no solo en bellas palabras de cuidados documentos, sino en las acciones concretas de cada cristiano. Impulsados por el Espíritu para hacer comprender a todos que donde Él mora llegan el alivio y consuelo. Impulsados por el Espíritu para secar las lágrimas de tantos rostros cuyas vidas están marcadas por las injusticias de los perversos y por las omisiones indolentes de quienes aseguran haber conocido el Evangelio. Impulsados por el Espíritu para que en lo más íntimo del corazón se geste la verdadera vida religiosa y se frene toda clase de apariencia cosmética y externa de bondad. Impulsados por el Espíritu al reconocimiento de nuestra propia pequeñez ya que solo desde ahí se derrumban las murallas de la rigidez escrupulosa que juzga, que sentencia y que margina la realidad del otro. Impulsados por el Espíritu para sumergir en las aguas purificadoras todas las manchas provocadas por el pecado, para regar con vida toda sequedad mortuoria y para hidratar las fiebres de la inacción y la pereza. Impulsados por el Espíritu a la búsqueda constante de la vida virtuosa ya que solo ella conduce a la eterna alegría. Un pequeño impulso… un nuevo soplo nos vendría muy bien.
Por P. Ovidio Pérez Pérez
Para El Visitante