Jesús nos ha mostrado el rostro misericordioso de Dios. Él nos presenta a Dios no como un gobernante que ha de poner orden y que, por tanto, tiene como objetivo hacer cumplir las leyes; o como un comerciante de ovejas o de monedas preocupado por el rendimiento de sus negocios.
Él nos muestra a Dios como un padre dispuesto siempre a perdonar, a recibir, acoger y hacer fiesta. Él nos recuerda que nuestra vinculación con el Padre no es un negocio o una tarea de orden público. Sino que es fruto de una relación de amor porque formamos parte de un mismo corazón que necesita vibrar al unísono. Si, nuestro Dios tiene corazón, y es sensible a todo lo que nos pasa, y lo que te sucede a ti o a mí, a Él también lo toca.
Si nos detenemos un poco en las parábolas de hoy, teniendo muy presente que tanto el pastor, como la mujer, como el padre son figuras de la actitud de Dios, podremos descubrir que la oveja se ha alejado del rebaño porque en su autonomía ha perdido la referencia del rebaño. Buscado lo que creía mejor para ella –egoísmo, incapacidad de compartir– ha perdido el sentido de la realidad creyente de la vida. La pérdida de la moneda es símbolo de aquello que se tiene, y tiene valor, pero no está en su lugar.
¿Y los hijos, qué les pasó? El menor pide la herencia. La herencia es lo que le ha sido dado, enseñado y transmitido. No es lo que él se ha ganado con ingenio. Esta ha sido malgastada, porque el hijo solo quería aprender de su experiencia, no valoraba suficientemente lo que se le había dado y las propias actitudes, no bien contrastadas, lo han vaciado de sentido hasta caer en el vacío. Lo mismo le sucede al mayor, resentido con su padre y con su hermano, se niega a entrar…
El Dios que nos anuncia Jesucristo es diferente, cree en las personas. Y espera, y sale a nuestro encuentro, y organiza la mejor de las Fiestas. Hoy como el Padre de la parábola estamos invitados “a ser misericordiosos” ¿Te animas?