Al celebrar esta solemne fiesta con la que culminamos el Año Litúrgico, contemplemos a Jesucristo, no con corona de perlas y oro, no con poderoso bastón de mando, sino al crucificado que clavado en la cruz, humillado, sufriente y encarnizado reina al servicio de la vida de la humanidad por quien se había encarnado.

Al culminar el Jubileo de la misericordia miremos al crucificado, y descubramos en él, la ternura de Dios, que en su misericordia, es capaz de acoger y salvar al criminal.

Quizás tú me puedas decir: ¿Qué hizo de extraordinario este ladrón para merecer, después de la cruz, el paraíso? Te respondo con palabras de San Juan Crisóstomo: “En cuanto, en el suelo, Pedro negaba al Maestro; él, en lo alto de la cruz lo proclamaba, Señor”…

El discípulo no supo aguantar la amenaza de una criada; el ladrón, ante todo un pueblo que lo circundaba, gritaba y ofendía, no se intimidó, no se detuvo en la apariencia vil de un crucificado, superó todo con los ojos de la fe, reconoció al Rey del Cielo y con ánimo inclinado ante él dijo: “Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino”.

Por favor, no subestimemos a este ladrón y no tengamos vergüenza de tomar como maestro a aquel a quien el Señor no tuvo vergüenza de introducir, delante de todos, en el paraíso; no tengamos vergüenza de tomar como maestro a aquel que, ante toda la creación, fue considerado digno de la convivencia y la felicidad celestial. Pero reflexionemos atentamente sobre todo, para que podamos percibir el poder de la cruz”.

En este domingo al culminar el Jubileo de la Misericordia pido al buen Jesús que nos conceda la gracia de ser “misericordiosos como el Padre”.

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