SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
El sacramento del matrimonio es, quizás, el menos conocido, y del que más se abusa. Es una gran lástima, pues la vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza del hombre y de la mujer, según salieron de las manos del Creador, que los hizo a su imagen y semejanza. ¡Y Dios es amor! (1 Juan 4, 8.16). ¡Amor, la palabra más linda y de la que más se abusa!
Se entiende por matrimonio, cristiano o no, la alianza por la cual el hombre y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado, por su misma naturaleza, al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole. Por el amor que Cristo tiene a sus seguidores, elevó ese consorcio a la categoría de sacramento entre los bautizados.
Dios creó al hombre y a la mujer, y el amor que nace entre ellos es imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno a los ojos del Creador, y es destinado a ser fecundo y tiende a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. “Y los bendijo Dios y les dijo: Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Génesis 1, 28). (Ver Catecismo 1604).
El matrimonio instituido por Dios es siempre entre UN hombre y UNA mujer. La homosexualidad y el lesbianismo se manifiesten por una tendencia contra natura. Esto es así por la misma naturaleza del cuerpo humano, y por la imposibilidad de que por su práctica nazca una nueva vida.
No nos burlemos de tales uniones; tengámosles más bien compasión. Se trata de una enfermedad (o aunque sea puro vicio). Por su parte, tales personas no tienen derecho a exhibirse en público, pues obscurecen la imagen de Dios en ellos y ensombrecen su dignidad personal. Es una enfermedad que, como tal, debe quedar secreta entre el paciente y los dos médicos: el de cuerpo y el del alma.
Para que el matrimonio funcione bien de por vida, los futuros esposos han de procurar conocer bien sus tendencias, deseos y aspiraciones antes de casarse. Para eso es el noviazgo. La belleza es un atractivo natural; pero no debe ser el elemento determinante para el matrimonio, como tampoco debe serlo la dote. Si el amor es solo carnal, no durará mucho. De ahí tantos divorcios.
El matrimonio es tan santo que el acto matrimonial, siempre pecado mortal entre los no casados, se convierte entre los debidamente casados en un acto virtuoso, siempre que lo hagan por amor y estén en gracia de Dios.
Ese acto matrimonial debe estar siempre abierto a una nueva vida. No hay excepción. No se admiten trampas para no tener hijos en el matrimonio. Para alivio de la pasión carnal, la misma naturaleza, mejor dicho Dios, ha provisto muchos días al mes infértiles por parte de la esposa. Los esposos deberían saber cuáles son esos días.
La oración personal en común, la presencia en la misa dominical y la frecuente recepción de los sacramentos de confesión y comunión hará más llevadera y feliz la vida de los esposos cuando, incluso, aparezcan las espinas del mismo.
Si, por cualquier causa, esa vida se tornara un infierno, la Iglesia permite la separación de “cama y mesa”; pero nunca el divorcio con subsiguiente matrimonio. Que nadie espere cambio sustancial en esto, pues es clara doctrina de Cristo: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mateo 19, 6). “Pues yo (Cristo) os digo: Todo el que repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la hace ser adúltera; y el que se casa con una adúltera, comete adulterio” (Mateo 5, 32). Y el adulterio junto con la negación de la fe y el asesinato, fueron considerados desde el principio de la Iglesia como grandes pecados. Y el que está en pecado mortal, no debe comulgar.
Benditos todos los que vinimos a este mundo por el amor fecundo de nuestros queridos padres.