Entre los grandes santos misioneros de la Iglesia hay uno a quien yo le tengo particular admiración, es el padre y el fundador de mi familia religiosa, San Antonio Maria Claret, y en vísperas de celebrar su fiesta quiero hablar de él.

Nació en la villa de Sallent, provincia de Barcelona, el día 23 de diciembre de 1807. Fue obrero textil en su juventud. Ordenado sacerdote predicó por Cataluña durante varios años. Y en Vic fundó la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. (Misioneros Claretianos). Fue nombrado arzobispo de Santiago de Cuba, cargo en el que se entregó de lleno al bien del pueblo cubano. Como arzobispo se destacó por su celo evangelizador, en Holguín sufrió un atentado contra su vida. Habiendo regresado a España, sus trabajos por el bien de la Iglesia le proporcionaron muchos sufrimientos. Fue Confesor de la Reina Isabel II de España. Participó en el Concilio Vaticano I. Fue también escritor de folletos de fácil alcance para todos (jóvenes, trabajadores, casados). Demostró un amor excepcional por la Eucaristía la cual conservaba en su corazón como tabernáculo. Fue gran devoto de la Santísima Virgen. Murió desterrado en Fontfroide (Francia) el 24 de octubre en el año 1870.

El 7 de mayo de 1950 el Papa Pío XII lo proclamó SANTO. Estas fueron sus palabras aquel memorable día: “San Antonio María Claret fue un alma grande, nacida como para ensamblar contrastes: pudo ser humilde de origen y glorioso a los ojos del mundo. Pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante. De apariencia modesta, pero ‘capacísimo’ de imponer respeto incluso a los grandes de la tierra. Fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien conoce el freno de la austeridad y de la penitencia. Siempre en la presencia de Dios, aún en medio de su prodigiosa actividad exterior. Calumniado y admirado, festejado y perseguido. Y, entre tantas maravillas, como una luz suave que todo lo ilumina, su devoción a la Madre de Dios”.
Cuando le preguntaban al P. Claret: ¿cómo era capaz de hacer tantas cosas y de dónde sacaba las fuerzas?, el respondía con sencillez: “Enamórense de Jesucristo y del prójimo y lo comprenderán todo y harán más cosas que yo”.

Hoy, en vísperas de celebrar su fiesta, le pedimos que nos ayude a ser auténticos misioneros y misioneras, sembradores del amor de Dios con la hermosa oración que él nos enseñó: “Señor y Padre Mío, que te conozca y te haga conocer; que te ame y te haga amar; que te sirva y te haga servir; que te alabe y te haga alabar por todas las criaturas. Dame Padre Mío, que todos los pecadores se conviertan, que todos los justos perseveren en gracia y que todos consigamos la eterna gloria”. Amén.

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