Un valor propio de nuestra cultura puertorriqueña, al menos en otros tiempos, era el respeto.  Así se decía que “al viejo se le respeta”.  Los niños no se meten en las conversaciones de los mayores; tienen que respetar.  Un varón de respeto no firmaba contratos; bastaba con su palabra, o un pelo de su bigote.  Y San Pablo dice al casado “debe amar a su mujer como a sí mismo, y la mujer debe respetar al marido” (Ef.5:33).

La palabra ‘respeto’ viene de “peso”, viene de honrar; es que honrar en hebreo, significa ‘dar peso’. Darle peso a esa persona, valorarla, mantener ante ella una actitud de reverencia, de honra.  Envuelve esa palabra admiración hacia esa persona, una distancia también; como decían “distancia y categoría”.  Tal vez a veces el hijo la entendía como miedo, temblor ante mi padre que podía castigar mi mala crianza.  No estamos hablando de ese sentido negativo.  El salmo dice “dichoso el varón que respeta al Señor”. Pero no se puede entender miedo ante Dios, sino el reconocimiento de su categoría, y de su distancia con respecto a mí.  Como los nobles al retirarse de hablar con la Reina lo hacían caminando hacia atrás, nunca dando la espalda.

Dicen los sicólogos que la necesidad más grande que tiene una persona no es de comida, o de sexo, sino de encontrar a alguien “por quien ser conocido, aceptado y amado”.  Ese es el ideal entre los cónyuges.  Respetar supone no humillar, no hablar estrujado.  Respetar supone mostrar admiración por esa persona, como el niño que le dice a sus amiguitos “pues mi papá es más grande que el tuyo”.  Es mostrar un orgullo, un gozo de que esa persona sea tan algo mío.  Proclamaba una emisora de radio como promoción de su oferta “a los que uno ama no les grita”.  Todo eso envuelve esa palabrita, tan usada antes.  Para el varón español el tocarle la cara era una falta de respeto, que podía incluso inducir al duelo de honor.  Porque el rostro de un varón se respeta.

Algunos, insistiendo claramente en este valor, ven con malos ojos el que a alguien mayor que uno se le dirija la palabra tuteando.  Hay que decirle “de usted’, o llamarle ‘Don fulano”.  Lo contrario es ser irrespetuoso.  Por eso es triste cuando la murmuración entre vecinas es para dejar mal al propio marido, dejando al descubierto sus defectos.  O peor todavía cuando los cónyuges entran en esas garatas que parecen dos mozalbetes de la calle sacándose los trapitos al sol.  Una cosa es la broma, que es la sonrisa amorosa ante los despistes del ser amado.  ¡Otra cosa es tomar al cónyuge como objeto de un programa de La Comay!

La persona que respeta está profundamente convencida de los valores del otro.  Cuando se ofrece la ocasión los destaca.  Es como el respeto a una imagen religiosa, que es un yeso, pero conlleva adicional un peso diferente.  Recuerdo un escrupuloso a quien se le había roto una imagen religiosa y me preguntaba si había que observar un rito especial para desprenderse de ella.  “Nada”, le dije, “dispón de ella como de algo que ya no es útil, pues el valor no está en el yeso sino en la fe que te ayudó a expresar utilizándola”.

Si bien lo consideras, el inicio de la relación matrimonial fue no solo por la atracción externa, sino también por algo especial que te motivaba a valorar a esa persona.  Esas cualidades profundas no se pueden olvidar.  Esas hay que reconocerlas en todo momento, sobre todo cuando la debilidad humana parece obscurecerlas.   El pensar así, el actuar así, es mostrar el respeto debido.  Algo de Dios viste en esa persona, y ese algo merece respeto.

 

P. Jorge Ambert, S.J.

Para El Visitante

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