Mons. Parrilla, es una de sus narraciones sobre el Santuario de la Monserrate en Hormigueros, recuerda la anécdota. “Cuántos hijos tienes?”, le pregunta a un peregrino. “Nunca tuvimos hijos, pero mi esposa y yo criamos 18 hijos; unos de la familia, pero otros no. A todos les dimos oficio o carrera. Dios nos ha bendecido. Aquí tiene a mi hijo menor, que recogí a las pocas horas de nacido. El entrevistado señalaba a un hombre que estaba en sus cuarenta, sentado a su lado.”
La sabiduría del pueblo proclama: “Madre no es la que pare sino la que cría”. En tiempos de antes no era raro preguntar: ‘Don Tiburcio, ¿cuántos hijos tiene? “Cinco y dos de crianza”. Porque cuando en el barrio quedaba huérfano un niño siempre encontraba hogar y padres; o el vecino, o el padrino. Es hermoso ver ese deseo de compartir vida, incluso con aquel que no puede reclamar al que biológicamente se la dio. Pero hay hijos que nacen en el corazón. Es una decisión amorosa, y al mismo tiempo dolorosa. Porque supone adquirir cargas que en verdad no le tocaban. Supone acompañar vidas sin contar con las deficiencias posibles, resultado de una genética que se conoce.
Jesús decía: Yo vine para dar vida y que la tengan más abundante”. Por eso, tarea de los esposos cristianos es abrirse a la vida, de forma responsable y comunicativa. Es tarea de alargar el don de Dios que cada cónyuge es, para seguir llenando la tierra con los hijos del Padre Celestial. Es una gracia que suplicamos en el sacramento matrimonial. Y que conlleva también darse vida mutuamente el uno y la otra en esa continua tarea de crecer al máximo los dones que Dios nos ha concedido individuamente. Y es dar vida también a la comunidad donde estamos insertados. Es la llamada a que ese hogar sea un faro de luz, de solidaridad, de vecindad responsable abierta a los altibajos del barrio o de la calle.
No quiero ser incomprensivo con las nuevas dificultades que se originan en la actual sociedad urbana. No niego que un hijo es una carga no solo emocional, sino también económica. Una educación humana, que haga surgir los dones y aportes que cada hijo contiene, supone nuevos gastos y cargas que no estaban tan elocuentemente presentes en una civilización agrícola. Pero sorprende la actitud, que ya parece parte del paquete de los casados, a cerrarse total, o casi totalmente, a la posibilidad de buscar un hijo. Es una actitud supremamente egoísta concebir la relación de amor marital a unos goces y apoyos continuos entre nosotros dos sin apertura hacia el otro. Una actitud que no refleja, y contradice, nuestro entendimiento de la esencia divina.
La Trinidad siempre será un misterio, que ninguna aproximada explicación humana puede abarcar. Pero si la explicamos como un Padre que es Dios, la totalidad suprema, y que desea compartir eso que es saliendo de sí mismo (el bien es difusivo de si, dicen los filósofos), y de ese salir fuera se engendra al Hijo, y de ese mutuo querer completarse y ser totalidad brota el Espíritu, mal ejemplo sería la pareja que en eso no es imagen de Dios. La pareja egoísta, cerrado en banda al otro, es el grano de trigo que lleva siglos en un cajón, solo y podrido.
Y lo curioso es que, ante la temida superpoblación que el primer mundo quería detener, surge la temida realidad económica de falta de brazos jóvenes que mantengan la economía vital, y sostengan la acumulada cantidad de ancianos, a quien hay obligación de mantener después de haber contribuido con lo suyo a ese mundo crecido. Es la medicina que se convierte en veneno, cuando te pasaste la dosis. Honor a los muchos Tiburcios; honor a los que no engendran en el vientre sino en el corazón.
P. Jorge Ambert, S.J.
Para El Visitante