(Segunda misión)

Se nos ha hablado mucho del amor de Dios y de cómo a través del sacrificio de Jesús en la cruz nos convertimos en hijos de Dios. Sin embargo, a veces pareciera que no estamos muy convencidos. Lo primero que debemos hacer para poder convencer a una persona a cerca de la verdad de Cristo es estar convencidos de lo que estamos comunicando. Si un vendedor no logra convencer al consumidor sobre la calidad de sus productos, probablemente no venderá nada. Así pasa con la vida del cristiano.

Sabemos que por nuestra condición humana, sufrimos tentaciones que nos pueden llevar a caer en pecado. El pecado es todo lo contrario que se revela contra la voluntad de Dios. Dios no envió el mal al mundo sino que el pecado entró por la libertad del hombre. Dice la palabra en Deuteronomio 30, 19: “Yo he puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición”. Somos libres de escoger entre la vida y la muerte.

Cuando pecamos estamos rechazando el amor de Dios. Isaías 59, 2 nos dice: “Han sido las culpas de ustedes las que han puesto una barrera entre ustedes y su Dios: sus pecados le han hecho cubrirse el rostro para dejar de escucharlos”. El mundo nos está ofreciendo tantas cosas que nos “llenan” pero no vienen de Dios. Para la sociedad, el Evangelio parece ser una paradoja mientras que lo que nos ofrece el mundo se pasa como un sofisma. En otras palabras, la verdad de Dios se nos quiere presentar como una mentira mientras que el mundo nos presenta muchas mentiras disfrazadas de verdad.

A pesar de lo mucho que se nos habla del pecado, muchos guardan todo en la memoria pero nunca lo bajan al corazón. En muchas ocasiones, seguimos cayendo en lo mismo porque nos cuesta confrontarnos con nuestro propio yo. Tenemos que dejar a Dios ser Dios. No es una tarea fácil. Implica un sacrificio personal; renunciar a sí mismos sin dejar de ser lo que somos. No es lo mismo imitar que despojar. El Señor nos ha dado una identidad propia. Solo desea que aprendamos a despojarnos de lo que no viene de Dios sin perder nuestra identidad.

Algo esencial es que si no tenemos una vida sacramental activa, vamos a fracasar. El enemigo nos quiere hacer sentir sucios e indignos. No obstante, tenemos que aprender a reconocer nuestra miseria y acogernos a la misericordia de Dios. No es el pecado lo que determina la historia del hombre sino la gracia. Es nuestra miseria el instrumento que Dios utiliza para que su misericordia sea glorificada.

Estamos llamados a la salvación. Dios quiere que nos salvemos pero para salvarnos tenemos que reconocer con humildad que estamos necesitados de Dios. Nos dice 1 Timoteo 1, 15: “Es doctrina cierta y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el peor de ellos”. San Pablo reconoció su condición de pecador y se dejó guiar por el Espíritu Santo para alcanzar y guiar a otros hacia el camino de la salvación. No podemos con nuestras propias fuerzas.

Dios te quiere usar como instrumento de salvación. Ser instrumentos de salvación no implica únicamente tener una vida activa dentro de nuestras parroquias o movimientos apostólicos sino que somos llamados a dar testimonio. El Beato Papa Pablo Vl mencionaba en la Evangelii Nuntiandi que “el mundo escucha más a los testigos que a los maestros y si escucha a los maestros es porque son testigos”. El testigo siempre está llamado a dar testimonio.

Hechos 3, 1-10 nos cuenta la historia del paralítico de nacimiento que fue sanado por Dios a través de Pedro, quien estaba acompañado de Juan. La palabra nos dice que antes de sanarlo, “lo miraron”. No siempre las palabras son necesarias. A veces, solo basta una mirada. De qué nos sirve tanto activismo si no tenemos la capacidad de mirar al otro. Por eso, el signo visible de la obra de Dios no es el activismo sino que Dios cause asombro. Tenemos que preguntarnos cuándo fue la última vez que Dios causó asombro en nuestra parroquia o grupo.

Por tal razón, en esta Cuaresma, Dios nos llama a renunciar al pecado, acogiéndonos a su infinita misericordia para que podamos ser salvos y seamos capaces de dirigir a otros hacia el camino de la salvación, que es Cristo Jesús.

Fernando Luis Nieves Muñoz

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