Al atardecer, cuando los sonidos del monte comenzaban su concierto, el altar de María olía a azucenas y a lirios. Eran los días del altar como centro, como cultivo de una piedad que embestía desde el cañaveral al surco. El agotamiento diurno tenía su paréntesis emancipador en la pequeña reunión hogareña y vecinal. Los amigos, familiares y vecinos encontraron en ese paréntesis nocturno un arsenal de risas únicas, de solidaridad real y sinceridad elocuente.

El altar de nuestra Señora era tímido en recursos misceláneos, pero espléndido en la elegancia de helechos y flores que nacían al lado del río y se hacían íntimas las camándulas que se utilizaban para hacer rosarios de corte artesanal. Familias y naturaleza no dudaban en “echar el resto” para que el rosario nocturno no fuese una carga sino un delicioso ágape en que se compartía la vida y la esperanza.

El rosario, que es repetición de verdades salpicadas de la Palabra Santa, se convirtió en andamiaje del espíritu isleño, una manera de esquivar la vida dura y elevarle en un ‘amen’ medicinal y tierno. Ya que la vida era tan dura, la Virgen María representaba a la que pidió un milagro: que se convirtiera el agua en vino, una delicia para el campesinado que mendingaba el pan nuestro de cada día, en una especie de caminata laboral; hoy aquí, mañana allí”.

Aquellas celebraciones vespertinas dejaban establecido la perpetuidad amorosa de un Dios que nos ama con vehemencia, de la Virgen María que dejó el corazón de madre ante los jíbaros reconciliados con Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores. Aquellas voces argumentaban en favor del misterio, de la justicia, de la moral como estilo y forma de vivir.
La Virgen encarna la dulce aventura de una peregrinación que ronda por jardines de la fe y depura el mal que se presenta de muchas formas y maneras.  Sin la fe de María las creencias pasan a ser ideologías,  pequeños feudos amparados en las fuerzas humanas y no en el poder de Dios.

Es bueno recordar el tesoro de la fe repartida en la piedad, la oración, la misericordia. Los mezquinos sólo conocen de arbitrariedades y cosas pequeñas.  Los que caminan con María la estrechan sobre su corazón y brotan como lirios primaverales en el altar de la Madre Santa.

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