La torpe mirada social, enraizada en el tener, alimenta el estilo bajo calaña llamado corrupción. Es una tendencia, un apetito por salirse con la suya y echarse fresco a orillas de la impiedad, resguardada por unos y otros que cantan loas a esa experimentada acción de robar, hacer trueques mágicos, sacar una tajada sea en el sector público como en el privado.
La eterna búsqueda de la felicidad a cómo de lugar y de cualquier manera, ha creado al listo, especulador, al mago, que se postra delante de las cosas para adorarlas y obtener dividendos. Ese gusanillo que ataca al bien común y devora todo lo que toca, se ha constituido en huésped de los trabajos, los hogares, las instituciones. Vive acomodado en su paraíso insospechado.
La justicia, virtud fundamental, nos da la fórmula ideal: “dar a cada uno lo suyo”. Cuando se despliega el corazón en egoísmo se cae fácilmente en los arrullos de las cosas materiales y se disuelve el alma en agua sucia y pestilente. Es preciso huir de una glotonería que se ha convertido en vida muelle y sagacidad a manos llenas en el plano privado, político y social.
Se ha salido de cauce toda una visión que pondera la ‘listería’ como un ideal, una forma de dominio. Hacer trucos con el sudor de la frente de todos, parece ser un heroísmo, una escala en el aprecio de los que condonan todas esas fechorías por una estadía en la mansión de tal o cual persona, por ser contado entre los amigos y compañeros de tan admirable persona.
Y es que la moral social está en cuarentena o a merced de los mercaderes del lujo y la arrogancia. Lo peor es que los pobres y humildes imiten las formas dañinas de pervertir las arcas comunes y hacerlas presa de los antojos y manipulaciones de los hábiles del dinero y del esplendor.
Ya es tiempo de acumular tesoros de amor, bondad y justicia. Hay que transformar ese rostro feo de la corrupción y comenzar a descifrar el bien común como ideal que nos pone en la perspectiva de la vida noble y generosa. La corrupción es semilla mala, veneno para el cuerpo y para el alma.