Las nuevas víctimas de la ola criminal esparcen un dejó de desencanto y tristeza. Es un retorno a la locura, a la ley del Talión, al deterioro del corazón. En poco tiempo se ha perdido el respeto a la vida y se ha robustecido la idea de que vale la pena partir de este mundo lo más rápido posible y llevarse a otros al más allá con o sin su consentimiento. Esa forma de zanjar los asuntos pistola en mano adquiere rango de vengador de entuertos, de terminar con el don más preciado, que es la vida.
Los huecos existenciales y la fragilidad mental se encargan de vaciar de contenido los valores y los principios básicos. El antagonismo, la rivalidad y la carencia de sentimientos y actitudes loables edifican un pasadizo para la enajenación que solo se conforma con la indiferencia y el revanchismo como método y estilo de vida. Se vive sin transitar por la ruta de lo bueno y lo bello y se va detrás de los vicios, del confort, del apabullamiento del espíritu.
Nuestra Isla, de geografía pequeña, pródiga en generosidad, no puede ser presa fácil de los verdugos que imponen la pena de muerte a conveniencia y sin reparos. Ese acoso de día y de noche, en que caen víctimas inocentes, llora ante los ojos de Dios y establece el miedo como compañía asidua. Se teme al día, se teme a la noche.
Una sociedad que vive a merced de vándalos matarifes no puede garantizar el bien común para sus ciudadanos. Las garantías de vivir en paz y concordia son arrasadas por la turbulencia callejera, por el ruido de las balas. Es tal el desprecio por la vida que jactarse de tener un arma de fuego es como un trofeo de esas batallas que nunca terminan porque son insaciables y reflejan la decadencia de vida buena y generosa.
Es tarea primordial esclarecer el por qué se vive, cuál es la vocación de servicio que cada uno ejerce en la existencia. No estamos aquí por azar ni porque así lo quisieran los progenitores. Cada persona es un punto de referencia en esta amplitud de cielo y tierra. El hoy y el mañana se entrelazan en un todo de misterio, en una lealtad que va más allá de cumplir a medias con Dios y con el prójimo.
La generación de la tercera edad se queda absorta al saber que los jóvenes dicen adiós muy pronto. Esa carrera desenfrenada no da oportunidad a repartir el agua generacional y a establecer los puntos para que el huerto de todos sea fértil en hermandad y solidaridad.
Es preciso amar la vida y rescatarla de la indiferencia, la impiedad y el egoísmo. Nada más hermoso que degustar el sorbo de una vida con sabor a manjar que nos deleite a todos.