Por todas partes se puede distinguir el grito de los pobres: un coro de lamentos que apelan a los países a calmar la pobreza hiriente. Sobre el latir de los afortunados, terratenientes y desarrolladores, yacen las comunidades con rostro martirizado. No hay pan, ni medicamentos, ni techo para cobijar a los indigentes. Emergen así las barriadas, las comunidades sin voz potente, los arrimaos.

El Papa Francisco bajó hasta esa colindancia con la solvencia espiritual y entrelazó la justicia con el amor cristiano. No puede haber cabida para una fe dominical que ignora a los sufridos, a los que pasan hambre, a los esclavizados. Los bienes materiales son de todos y la carestía, fruto del lucro y del egoísmo, no puede cubrir el rostro de los desamparados.

El amor cristiano, esencia del evangelio, pierde su sal cuando los puentes que dan acceso a la casa del pobre están controlados por la codicia, la xenofobia, el desequilibrio económico. Las espléndidas metrópolis acurrucan el éxito en sus arcas comerciales, en su exuberancia multicolor, en el apogeo del absolutismo del dinero. Escondidos, en algún recoveco, están las casitas de los pobres, la esperanza repechando cerros y la insolvencia de los bolsillos que profetizan el desgaste de valores y sueños.

La Doctrina Social de la Iglesia no es un embudo espiritual, sino una reserva para igualar potencialidades, hermanar a patrones y obreros, enseñar la ruta de la libertad obtenida por el equilibrio tierra-cielo. Los bienes materiales, bien utilizados, representan un acceso propio para los bienes espirituales, para un cielo que comienza en estas circunstancias terrenales. Aquí se empieza a degustar el buen vino de Dios, la verdadera alegría de dar a cada cual lo suyo y vislumbrar el día nuevo.

El clamor del pobre atraviesa las nubes y debe penetrar el corazón de aquellos que son discípulos de Cristo. Un justo equilibrio entre ricos y pobres organizará el festín de los que participan de la re-creación del mundo. Mientras más generosidad y participación mejor será la convivencia y el respeto mutuo.

Dejó el Papa Francisco un legado de la Palabra de Dios que debe servir a propiciar las cercanías con los excluidos y alejados. Todo hombre y mujer requieren de una avidez misericordiosa que se manifieste enérgicamente en el horizonte de nuestros países. Así se logrará el acercamiento virtuoso, el abrazo de todos.

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