Hace tiempo que se perdió el sentido de la disciplina y la mística propia del cristianismo. El temor de ofender a Dios, en palabra y obra, se hacía elocuente en el trato con la magnificencia del Dios Santo, con un prurito depurado ante la grandeza absoluta. Así la observancia propia del misterio se convirtió en parte, en trascendencia, en anhelo absoluto de hablar con el Poderoso, confiarle un secreto profundo custodiado en el corazón, perfume de la fe sólida.

Las nuevas propuestas de deleite y esplendor han orillado la mentalidad de pordioseros del ser humano en coloquios misericordioso.  Se busca un refugio en la religión “light”, revestido de mundanidad, casi a flor de piel. El espejismo, en vez de la realidad vital, nos sale al paso en cada circunstancia de dolor y pena y se echa de menos el servicio caritativo, la donación personal, el equilibrio cielo-tierra.

La cuarentena, impuesta por la premura de la pandemia, nos vino a recordar que no se puede vivir en desarreglos mentales, ni en la vanidad de vanidades.  Que hay que tener reservas espirituales y desgastar el corazón para no caer víctima de la desorientación y las catástrofes interiores. No hay ruta paralelas, ni optimismo poderoso que sean opciones cuando la crisis se toma devastadora y llega al batey amado y retumba en un hoy, un mañana de incógnitas inconmensurables.

La Santa Iglesia abre el paso para vivir cobijados por la Palabra Santa y así resaltar la virtud que debe ser distintiva de todos los cristianos. Así estableció una cuaresma de verdades curativas. Esa ruta luminosa equivale a ver más allá, a retomar el bien, a abrir paso a la lógica del amor y a insertar salud en el creyente que se acoge a ese proceso de salud integral.

El aprendizaje de verdades olvidadas es de suma importancia en estos días caóticos y contradictorios. Mirar alrededor desde la indiferencia y la falta de sensatez redundará en un salpullido incontrolable y en un derroche de superficialidad que se incorporará al “made in Puerto Rico”, que siempre será rentable para algunos.  En lugar de aprovechar el momento de Dios, muchos se orientan hacia aguas turbulentas, hacia pantanos improvisados.

La pandemia ha hablado con voz robusta, ha acelerado el proceso de devastación que se hace visible a simple vista. Vivir por vivir es una forma de huida, de aniquilamiento voluntario. Todo ser humano se robustece en la verdad, se hace una persona cabal al orientarse en la parábola creacional.  No hay que huir, es urgente vivir desgranando la dignidad y así dar decoro a la vida y a la circunstancia.

Desplegar la noción de somos hermanos, es dar realce a lo bello y a lo justo.  Siempre habrá una cuaresma que antecede el día luminoso. No es tiempo de rehuir la lucha, que es acompañamiento vivo para no sucumbir en el perenne campo de batalla.

Padre Efraín Zabala Torres, editor

El Visitante de Puerto Rico

 

 

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