Cuando pienso en ella, el corazón se aprieta; recordarla lavando la ropa con aquella tabla y en aquel balde gigante, profundo, lleno de agua, traída de la pluma pública, y con el jabón azul añil profundo; sus manos encallecidas y sus pies firmes como Ausubo; el recuerdo de su recorte de pelo y su palabra firme, corta y cortante; esa es mi madre.
Como ella habrá muchas otras en el verdadero Puerto Rico, un país vivo y que lucha; al país que los de otra clase, alta y encerrada en sí misma, no mira, porque ayudan a su creación; pero es descubierta por María, ya no la pueden seguir ignorando, también es mi madre; porque desde ella, ¡oh pobreza!, aprendí lo duro que es el camino, lo sudoroso que es y lo fatigoso de mantenernos; desarrollamos una inteligencia emocional que nos hace fuertes y atrevidos/as.
Como esas madres hay cientos en Puerto Rico, en este archipiélago borincano, de una isla a la otra; desde cada pico en la Cordillera Central, en las faldas de las montañas y los montes; lavando su ropa en el río, secándolas en las piedras del río, como en Patillas se ve, se ven también en el Plata; en ríos que envuelven las calles, corriendo libremente cuando nos visitan, en una de esas visitas la abrazaron toda, la arrastraron, pero un brazo poderoso y arriesgado la devolvió; la seguimos teniendo viva en nuestro corazón, como el Yunque nos sigue defendiendo de Juracán, nuestro carácter nos ayuda a sembrar futuro.
Sí, el río La Plata, el que baña los Llanos del Toa, Finca del Rey, con la tierra arrastrada, fertilizando los cañaverales, inundando cada casa, cada calle, cada lugar y dejando su huella de fango; pero un fango que trae vida, ya que fertiliza; un río que nos hace más fuertes, que cobra vidas, pero da vida; unas aguas que provienen desde Cayey, pasando por todos esos pueblos para detenerse en la desembocadura del Ojo del Buey; lugar que tiene reclamado Dorado, pero que todos saben que es del Toa; lo compartimos, porque lo hemos vivido, porque sabemos ser puertorriqueños/as, criados/as en sus orillas y recodos.
Sí, esos Llanos donde tanta caña picaron con sus sables y garabatos, jibaros de la montaña traídos a la costa, donde tantos almuerzos en fiambrera se llevaron, con comidas preparadas por manos de madres del Toa; subidos en la bicicleta, llegando a la Central Constancia, mirando su imponente chimenea, todavía con vida, todavía recordada, que tenemos que darle cariño, porque hoy nos necesita; es el pito de la Central la que nos indicaba que llegó el mediodía, a descansar, a almorzar y conversar; son muchas las madres que vieron a sus hijos trabajar, perderse en el Cañaveral y verlos regresar; escuchar el ruido del Tren, cargado de cañas; perseguir los camiones cañeros para alcanzar una, picarla y saborearla; porque la Caña también es madre, es azúcar y fortaleza; un tren, que como el río, tiene sus curvas y velocidades.
Esta Epidemia, que es Pandemia, no nos quita la fuerza del recuerdo de nuestra madre, de la madre de mi amigo, de mi amiga; una familia que es cañaveral, que es pura caña, que se convierte en azúcar, melaza y bagazo, de donde se hacía papel, que endulza el ron y acompaña al café negro, colado en la media y calentado sobre leños, donde también se calentaban las planchas, que no eran eléctricas; no, esta Epidemia, que es Pandemia, no nos tumbará, porque al quedarnos en la casa, recuperamos la tabla de lavar y balde profundo, ahora detergentes líquidos, pero que cumplen la misma función del jabón azul.
Así, sigo recordando a mi madre, como muchas otras personas a las suyas, puertorriqueñas todas, porque siempre estarán en el corazón, apretado, pero vivo. Dios les bendiga y confiemos porque de esta, y la próxima, saldremos, más fuertes y con un mejor país, el que nos merecemos y construiremos.
Rev. Felipe Lozada-Montañez
Obispo Emérito de la Iglesia Evangélica Luterana
Bello tio 💖