Hay parejas que, tal vez sin darse cuenta, convierten la relación en una pelea por el control. ¿Quién manda, quién impone? Y terminan, al decir popular, como dos jueyes machos en la misma jaula. Arjona lo retrata en su canción: “Tú me dices, yo te digo, y así empieza nuestra guerra cotidiana; yo me armo de adjetivos, tú conjugas el peor de mis pasados”. El malestar es mayor porque sigues conviviendo con esa persona que se convierte en tu adversario. Es la frase de que “el matrimonio es la única guerra en que se duerme con el enemigo”. Triste situación. Y tanto si nos influye el machismo como el feminismo, el dolor sigue siendo el mismo.
En el mundo político la lucha es por obtener el poder. El poder es virtud si es servicio; si no, se convierte en tiranía. Eso hablan los buenos políticos. Me vienen a la mente las palabras de Jesús: “Entre vosotros no ha de ser así”. La relación matrimonial no es una relación más entre las muchas que se viven en la convivencia social. En el matrimonio el ideal es conseguir de ambos una nueva realidad, producto de la suma de ambos, pues cada uno aporta a la unión cosas diferentes. No hay que decir, por lo tanto, que de antemano alguien tiene el poder, sin más ni más. No. En las diversas tareas que importa la relación la pregunta es: ¿quién tiene habilidad y tiempo para esta tarea? Y esa persona tendrá el poder en esa tarea.
Aplico el pensamiento en contra de supuestos, en el fondo rezagos patriarcales, sobre cómo llevar las tareas. La única tarea excepcional de la mujer es parir. Es la que posee todo lo necesario para esa tarea. No es adecuado, por tanto, proclamar de antemano que hay tareas de varón y otras de mujer. ¿Quién cocina, friega, cuida los niños, trae el dinero para las necesidades del hogar, dirige la economía, toma decisiones que afectan al hogar…? Pues el más habilitado para esa tarea y más libre en el tiempo para ello. En el fondo todo será conclusión de un acuerdo logrado por la pareja después de un diálogo extenso sobre las habilidades y posibilidades de cada uno. No piensa así el machista español que pontificaba: “La mujer debe ser como la escopeta; en una esquina y cargada (preñada)”.
Este acuerdo supone que cada uno expone sus deseos profundos, sus capacidades, su comprensión de lo que el hogar necesita. A esto se añade el deseo de cada uno por llenar la necesidad que el otro expresa. En el fondo el matrimonio será un continuo acuerdo de mutua satisfacción. No hay presupuestos. Hay adaptación al momento presente de lo que cada uno puede. La escoba no es femenina, ni el conducir el carro es masculino. Ya lo decía San Pablo a otro propósito: “unos son maestros, otros apóstoles, otros con don de lenguas. Pero uno solo es el Espíritu”.
Me alegraba escuchar a una amiga hablando de cómo sucedían las cosas en su hogar. Eran cinco hermanos. Cuando los hijos deseaban ir ese domingo a la playa, la madre respondía: “Dejen que venga su padre”. Llegaba el padre y ambos cónyuges se quedaban solos en su cuarto para ponerse al día. Salían de allí con la respuesta única: “Sí iremos; o no, no es posible”.
Arjona dramatiza la tragedia: “Y en el campo de batalla quedan muertos los minutos que perdemos… tú me dices, yo te digo, y así acaba nuestra guerra cotidiana… esta guerra sin cuartel que nadie gana”. Y apunta a la solución: “Por qué hablamos, y no usamos ese tiempo, en darnos besos; en pintarnos con las manos las caricias, que queremos, y que no nos damos, porque siempre hablamos de lo tuyo y de lo mío, del pasado y los culpables, mientras muere otro minuto…”. Pues usan ese tiempo para la lucha por el poder.■
P. Jorge Ambert, SJ
Para El Visitante