Toda nuestra carne redimida por las aguas bautismales, abundancia del Cristo Resucitado, se inclina ante la regia santidad de Aquel que se despojó de todo ropaje de finas telas y exigencias terrenales. Su desdén mayor consistía en repudiar la hipocresía, en no permitir que el lujo entorpeciera en su camino amplio y angosto. Su misericordia era manantial inagotable, una riqueza repartida entre muchos, con especial predilección por los que se internan en el agua pura de la Bienaventuranzas.

Su reinado, dádiva  para los humildes, se surtía de una miel que descendía de los cielos, en bocadillo para los que tienen hambre y sed de justicia. Todo llega en cataratas de inocencia sobre corazones en íntima plática con las fuerzas del bien.  El amor se abre en capullo de luz, en una ternura que rebasa el poderío del dinero, los atavíos de las grandes empresas multinacionales.

Él es Rey que prodiga la virtud de la verdad y hace añicos la mentira, que es flecha envenenada. No posee séquitos con sueldos y prebendas. Solo admite caminantes con paso firme, orientados hacia la hermandad, rebosante de un vigor que tiene vertiente en la paz, en la alegría, en la justicia. Solo pide lealtad a la voluntad divina, a poner la otra mejilla, a caminar la milla extra.

Somos huestes del Señor muerto y Resucitado por nosotros, que nos ha delegado un cetro de servicio, una convicción que no admite demora, ni oportunismos. Dentro del esplendor de su Santidad se congregan los redimidos por su sangre, los liberados del pecado.

Cristo Rey, valiéndose de su libertad única, nos convoca a rechazar los estilos de vida que opacan el buen juicio y en nada contribuyen a sanar la sociedad. Al analizar nuestros reinados propios, podemos hacer el propósito de ampliar nuestros recursos espirituales y vivir de las ganancias que solo Cristo nos puede brindar.

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