En mi exposición sobre el matrimonio como sacramento recalco dos puntos: que es consagrarse para una misión sagrada, crear hogar! Que Jesús firma con la pareja el compromiso para acompañarles en todo, hasta en la cama. Recuerdo a una persona mayor que vino a felicitarme al final de la charla, pero añadió que “aquello de Cristo en la cama” le llamó la atención.
“Porque usted sabe, Padre, siempre he pensado que ‘eso’ hay que hacerlo detrás del biombo”. Triste expresión de hasta dónde llega el tabú sobre la sexualidad humana. Se ha abaratado tanto la expresión sexual que hasta donde tiene su lugar propio, se considera ‘degradante’…
De hecho, les afirmo, esto es tanta verdad que para declarar a un matrimonio como final y firme ‘hasta que la muerte nos separe’ se requiere el haber consumado sexualmente esa relación. Si no, es disoluble el contrato matrimonial. Luego en la entrega sexual (no relación sexual, que es de los animales) es donde llega la gracia del Sacramento.
Por eso afirmo: el sacerdote realiza su consagración y servicio a la comunidad desde el altar: celebra Sacramentos, predica… Los casados celebran su consagración matrimonial desde el altar de la cama. Por eso es cama bendita. No es un mattress más comprado en un especial de las mueblerías del país. Es el lugar del encuentro de dos personas que han jurado la tarea de llegar a ser “una nueva realidad”. Es el lugar de la entrega gozosa y fecunda; el lugar de la risa, ya veces el llanto del conflicto, de la comunicación profunda de sentimientos, de la palabra consoladora o el abrazo de afirmación, del discernir decisiones que afectan la marcha del hogar; el lugar único y excepcional de encuentro de esos dos, y solo ellos dos… con Cristo que se comprometió a acompañarlos en todo lo que sucede en esta relación. No somos ‘espiritualistas o angelicales’; somos también carne y materia, hormonas y deseos… pero con mandato de Jesús.
Los grandes señores de tiempos pretéritos tenían en su castillo su capilla y su capellán. En el hogar de los casados debe haber una capilla. No es tanto la mesita con la Biblia, la imagen de María, la vela, o el rosario… No vienen mal. La capilla debe ser el dormitorio de la pareja, el tálamo nupcial. En el templo de Jerusalén existía el ‘santo de los santos’, lugar donde solo entraba el sumo sacerdote una vez al año para un sacrificio expiatorio por bien del pueblo. En ese lugar especial entrarán un ratito los niños, pero ¡no para quedarse! Es lugar que no se suele enseñar al que visita. Es lugar que apropiadamente podría estar adornado de fotos con todos los momentos por los que la pareja ha ido pasando. Su ruta de amor podría estar plasmada en esas paredes que, tal vez con un Cristo en la cruz, el gesto nupcial de la entrega sangrienta para que el otro viva, les recuerde su inicio, sus aniversarios, los bautizos de hijos, la marcha que Jesús emprendió con ellos desde que salieron de la Iglesia después de haber afirmado el Sí ante Dios y ante su comunidad.
Un poema extremeño emocionadamente expresa esta verdad de que hablo -quizás para admiración de alguno-. Se llama El Embargo y retrata el momento en que un campesino en bancarrota, y con su esposa muerta recientemente, es visitado por el juez y alguaciles para llevarse lo de valor en la casa, y pagar deudas. “Todo se lo pueden llevar”, dice él; “no necesito ya los instrumentos de labranza. Pero no la cama: la camita donde yo la he querido, cuando ambos estábamos buenos; la camita donde estuvo su cuerpo, cuatro meses vivo y una noche muerto”.
Esa no. “Y si alguno es osao de tocarla lo jinco aquí mesmo”. Esa cama es sagrada. Esa cama no es objeto de precio, como tampoco lo es el David que esculpió Miguel Angel. “Llévenselo todo, todo, menos eso. Que esas mantas tienen sudor de su cuerpo, y me huelen, me huelen a ella, cada vez que las huelo”. ■
P. Jorge Ambert, SJ
Para El Visitante