José L. Ocasio Miranda

Para El Visitante

Hoy en la Tierra de Borinquen gozamos de una presencia especial, de la presencia de un santo sacerdote que oró mucho por la Iglesia universal y se desgastó por la porción a él encomendada en el pequeño pueblo francés de Ars: San Juan Bautista María Vianney. Y algunos se preguntarán, ¿Quién es ese sacerdote que resaltan tanto? ¿Por qué tanto escándalo en nuestra isla por una pequeña reliquia? Pues permítanme, queridos lectores, contarles una historia de un hombre enamorado plenamente de Dios y devoto a la Santísima Virgen María.

San Juan Bautista María Vianney nació un 8 de mayo de 1786, dentro de una familia pobre y campesina de la pequeña aldea de Dardilly, al noroeste de Lyon, Francia. Era un joven trabajador, sencillo y dedicado a los quehaceres del campo. Nos dice el Papa emérito Benedicto XVI, que a pesar de la poca escolaridad que gozaba el joven Juan Vianney, sabía de memoria las oraciones que le había enseñado su humilde y piadosa madre (cfr. Benedicto XVI, Audiencia general, 5 de agosto de 2009). San Juan María Vianney fue testigo de la fe humilde y familiar. A pesar de sus escasos recursos económicos e incluso académicos, en aquella pequeña familia se vivía un gran espíritu cristiano y humano. De ellos podemos decir las palabras del Señor en el Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos… Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 3. 8).

Desde joven albergaba en su corazón la llamada al sacerdocio ministerial. En el año 1806 asistió a una casa que instauró el P. Balley, párroco de Ecully, al este de Lyon, Francia. En ella empezó un arduo camino de preparación presbiteral. San Juan María Vianney no era un joven muy inteligente y su limitada educación hizo que fuera muy difícil estudiar las materias de latín, historia, aritmética y geografía. Se dedicaba mucho al estudio, le ponía todo el empeño del mundo, aunque en las calificaciones fuera el mismo resultado. Sus malas calificaciones no fueron una excusa para detenerse en el camino, sino que, confiado en el Señor, siguió esforzándose hasta que pudo pasar varias materias.

Después de los grandes sacrificios que realizó el joven Vianney fue ordenado diácono transitorio en junio de 1815 y el 13 de agosto del consiguiente año fue ordenado sacerdote. No pocas lágrimas derramó aquel neo-presbítero que le costó tanto su formación, en especial en el aspecto académico. Si hay una parte que cueste mucho en la formación presbiteral es el estudio. Muchos de los jóvenes que llegamos al seminario tenemos una ventaja que el cura de Ars no tuvo: tener una preparación elemental y superior. Y aun con el mínimo se nos hacen difícil los estudios de filosofía y teología. ¡Imagínense cuánto tuvo que sufrir aquel joven que no sabía ni leer ni escribir! Es aquí donde se cumplen en San Juan María Vianney las palabras del apóstol Pablo: “Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte… para que nadie se gloríe en la presencia de Dios… a fin de que el que se gloríe, se gloríe en el Señor” (1 Cor 1, 25. 29. 31). Y el mismo Cura de Ars exclamará por tan gran misterio: ¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio!

Siempre estuvo muy enamorado de su ministerio porque sabía que Dios lo había llamado por amor y no por sus méritos. Si fuera por los méritos, ningún hombre, varón, sería sacerdote en la faz de la Tierra. Así el sacerdocio es una elección de Dios en su hijo Jesucristo. Por eso, el Cura de Ars, decía con afecto y temor, que “no se comprenderá bien más que en el Cielo el sacerdocio… Si se entendiera en la Tierra, se moriría, no de susto, sino de amor” (Abbé Monnin, Esprit du Curé d’Ars, p. 113). Es un gran misterio, que Jesucristo llame hombres a realizar el ministerio sacerdotal. ¿Por qué no colocó ángeles? Porque como dice la Carta a los Hebreos: “Porque todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo” (Heb 5, 1-3). Dios se hace hombre para compadecerse de ellos y llama a hombres, envueltos en flaquezas, para hacerse presente en medio de ellos, de modo que “el que se gloríe, que se gloríe en el Señor” (1 Cor 1, 31).

Este santo sacerdote llegó a Ars en el año 1818. Era un pueblo pequeño, pobre y con una vida espiritual casi nula. En dicho lugar se habían introducido las ideas de los ilustrados y de la Revolución Francesa, lo que como consecuencia trajo consigo un problema de indiferencia religiosa. A esta comunidad ningún sacerdote la quería. Todos salían corriendo pues no había forma de trabajar con aquella comunidad tan difícil. Era una población sumida en el alcohol y en las fiestas nocturnas. Sabían que Dios existía, pero vivían como si no existiera. Había un espíritu de desesperanza. Pero esto no desanimó al santo Cura de Ars, ya que en él se cumplían las palabras del apóstol San Pablo: “Yo sé en quien he puesto mi fe” (1 Tim 1, 12).

Tres cosas hicieron muy fecundo el ministerio del Cura de Ars: la oración, la penitencia y la Eucaristía. Sin estas realidades el Evangelio no da frutos y el Cura de Ars era consciente de ello. El Papa emérito Benedicto XVI resalta de una forma hermosa las virtudes sacerdotales que conmovieron los sentimientos de aquel pueblo de dura servís: “A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio sacerdotal… su existencia fue una catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy particular cuando la gente lo veía celebrar la misa, detenerse en adoración ante el sagrario o pasar muchas horas en el confesonario” (Benedicto XVI, Audiencia general, 5 de agosto de 2009). ¿A quién no conmueve un sacerdote que celebra con devoción y respeto la Eucaristía? ¿A quién le inspira amor a Dios el sacerdote que vive con intensidad su vocación? ¿A quién no le mueve a la conversión al ver un sacerdote pasando horas en el confesionario? El Cura de Ars no hacía cosas extraordinarias, sino que vivía de modo extraordinario lo ordinario de su ministerio.

El ministerio que la gente de Ars apreciaba más de este sacerdote santo era la administración del Sacramento de la confesión o de la penitencia. Pasaba largas horas en el confesionario y venían personas de todas partes de Francia a confesarse con él. La conciencia sobre la importancia de la confesión sacramental se formó gracias a sus predicaciones y sermones. El Cura de Ars, ayudaba a la gente a preparar el corazón, limpiando y arrojando lo que no agrada al Señor, de modo que pudiesen recibir con santidad a Jesús sacramentado.

Toda la vida del santo Cura de Ars giraba en torno al amor de Dios, a la adoración Eucarística, a la penitencia, a la devoción a María Santísima y a la oración. Todo ello le ayudó a luchar contra los ataques del demonio, el cual muchas noches lo levantaba de la cama con fuertes tentaciones. Aunque había días en que el cansancio se apoderaba de su cuerpo y el pasar de los años era más difícil celebrar misa y confesar, nunca dejó de entregar su corazón sacerdotal a Dios, a la Iglesia y a la gente de Ars hasta las dos de la madrugada de un 4 de agosto de 1859. Hasta ese momento no cesaba de entregarse por su pueblo. Pues hasta esa última hora no cesó de orar por su pueblo. De modo que en él se cumplen las palabras del segundo libro de los Macabeos: “Este es el que ama a sus hermanos, el que hora mucho por su pueblo” (2 Mac 15, 15).

Hoy, en Borinquen, ese corazón que bombeó la sangre del cuerpo del cura de Ars y se ensanchó por la evangelización y santificación del pueblo de Dios se nos es entregado a nosotros en esta semana. Cuando miremos aquella reliquia recordemos ese gran sacerdote y encomendemos en sus manos a nuestros sacerdotes. Pidamos por nuestros Obispos para que sean fieles servidores de Dios, para que los presbíteros sean celosos y custodios del pueblo a ellos encomendados, para que los diáconos sean servidores de los más necesitados y los seminaristas seamos formados con los mismos sentimientos de Cristo y hacer en nosotros aquella frase lapidaria del año sacerdotal en el 2009: “Fidelidad de Cristo, fidelidad sacerdotal”.

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