Suena algo tosco. Pero a eso se adviene llevando a triste conclusión el debate sobre la subrogación, o alquiler de vientre, para darle un hijo a quien lo desea y no puede mantenerlo en su útero. El tema ha estado en el pleito legal para aprobar un nuevo Código Civil para la Isla. En el fondo el tema sería la moralidad de la concepción de vida humana no a través de los instrumentos naturales para lograr esta. Se llega así al tema, espinoso para la moral católica, de esas ya comunes palabras como inseminación artificial, in vitro, vientre subrogado. Ante esta situación la moral católica oficial, tal vez a seguirse aquilatando más con el tiempo, es el rechazo a esos métodos, por ser contrarios a la dignidad de la vida humana, a respetarse desde su concepción.
Tal juicio de la moral suena algo estridente a los ojos de gente no tan creyente ni fiel a la autoridad eclesial. Tienen a su haber un punto fuerte, no lo puedo negar. Son personas que ardientemente buscan procrear vida, que puedan llamar lo más cercanamente propia. Este deseo de procrear, tan laudable en sí, y diría que tan necesario en una sociedad que parece aborrecer el traer niños al mundo, tiene sus méritos. En la escala moral nos estamos moviendo entre lo que es clara y desastrosamente inmoral, y lo que es incompleto, pero laudable en su intención. En toda esta consideración debe estar rondando de forma precisa, el principio de que “el fin no justifica los medios”. Si los medios para conseguir un fin bueno son malos, se daña todo el proceso.
La razón para el rechazo de la moral católica de todos estos medios para conseguir el fin bueno de una nueva vida, a la que llamar mía, a la que cuidar y amparar, posee una fuerza que a mí me convence. Y es el hecho de que, por designio divino, el traer una vida humana al mundo es el producto de un acto personal, de una entrega directa, íntima y amorosa de los cónyuges. Traer vida como producto de manejos de un laboratorio, o la intervención externa de un profesional, priva al acto de esta característica de intimidad, donación total de esposos, trabajo consciente de estar colaborando con el creador. No estamos bregando con experimentos, como haría el científico con embriones de ratones. Hay una diferencia fundamental en esa trasmisión de la vida. De hecho, si no me equivoco, los seres humanos son los únicos animales que copulan de frente. Una filosofía personalista destacaría notablemente este gesto. Hacerlo de otra manera, es quitarle su dignidad. Es dañar el plan divino. Sería, por eso, ‘pecado’.
Dentro de esos medios que consideramos ‘inmorales’ hay mayor o menor imperfección. Lo menos malo, por así decir, sería la inseminación artificial usando el espermatozoide del esposo. La ciencia estaría ayudando a que ese espermatozoide, cuyo trayecto natural sería hacia el óvulo de la esposa, sea ayudado externamente dada la imposibilidad del esposo de lograrlo normalmente. Lo de ‘mayor imperfección’ sería rebuscar en una nevera de semen masculino aquel que tiene las especificaciones que a mí gustaría tuviese ese futuro hijo. Es como la mujer que selecciona las mejores cremas, mascaras, lápiz labial que más le favorece su belleza. Suena un poco al Dr. Frankestein recomponiendo su monstruo.
Del vientre subrogado podría decir lo mismo. Lo peor sería la mujer que se presta, por dinero, como una especie de venta al pasillo, a alquilar su útero para que en él se implante el óvulo fecundado. Lo menor sería el familiar cercano a la madre que le suple por amor lo que ella no puede conseguir por la naturaleza. Lo que irrita en todo este tema es que la vida humana, tan especial a los ojos divinos, se convierta en la construcción de un robot, ya no con piezas mecánicas, sino con los elementos que la naturaleza presta. La vida humana procede desde el toque del dedo divino hacia el dedo de Adán, como lo pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Si hay manipulación, ya no es lo mismo. Parece lo mismo, pero no es igual.
Padre Jorge Ambert, SJ
Para El Visitante